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con la historia

El pecado de ser mujer

Hace pocos días, este periódico publicaba la entrevista que Irene Savio hizo al periodista Salvatore Cernuzio a raíz de la aparición de su libro El velo del silencio, donde recoge once testimonios de monjas y ex-monjas víctimas de acoso y violencia. Mujeres que buscaban acercarse a Dios a través de la oración y el servicio a los necesitados pero que, al entrar en la congregación, estuvieron más cerca del infierno que del cielo.

Un grupo de religiosas asisten a personas en la calle durante el siglo pasado.

Las historias reunidas por Cernuzio ponen la piel de gallina: maltrato psicológico, privación de libertad, abusos sexuales... Al igual que con la pederastia, no es que esto ocurra ahora. Es que ahora la Iglesia no tiene la fuerza de otras épocas y no puede imponer el hermetismo de tiempos pretéritos para evitar que se publiquen estas cosas. Precisamente, es en el pasado donde se pueden encontrar las raíces de la explicación del trato degradante contra las religiosas.

En palabras de la medievalista Karen Stöber, que ha estudiado los primeros pasos de las órdenes religiosas en Catalunya, «la mujer era un problema para la Iglesia», porque sobre ella pesaba una doble visión. Por un lado estaba la vertiente de la maternidad, representada por la Virgen María; y por otro la tentación, encarnada por Eva, a quien se hacía responsable de haber forzado a Adán a incumplir las normas del Paraíso. Esta dualidad está presente en todos los discursos teológicos que sirvieron de fundamento para consolidar el cristianismo. En aquellos textos, donde se defiende la superioridad masculina, se dice que solo el hombre puede dedicarse al sacerdocio y a la enseñanza de sus congéneres, porque la mujer, débil por naturaleza, sucumbe con mayor facilidad a la tentación. En definitiva, el mal y el pecado se veían como inherentes a la figura femenina.

Fue durante el siglo XIII cuando todo esto se solidificó a través de normativas que marcarían el funcionamiento de la Iglesia durante las centurias posteriores. Por ejemplo, en el concilio celebrado en Letrán, en 1215, se hizo un llamamiento al orden a los sacerdotes. Además de recordarles que no podían apostar, emborracharse ni batirse en duelo, también se les advirtió que debían mantener el celibato. En consecuencia, la mujer fue vista, más que nunca, como la encarnación de la tentación. El instrumento del diablo para tentar al hombre.

Durante esos mismos años, en Italia, Clara de Asís fundaba las clarisas, una de las organizaciones femeninas más importantes. La congregación se constituyó bastándose en el ideal franciscano de su fundadora, caracterizado por una vida de contemplación, fraternidad y pobreza que ella misma quiso transmitir a sus discípulos mediante una regla. Es un caso excepcional en la historia de la Iglesia porque es la única regla escrita por una mujer para el funcionamiento de una congregación femenina.

Entre las instrucciones que Santa Clara de Asís incluye dentro de la regla de la congregación hay que el convento tenga siempre la puerta cerrada y vigilada, tanto para evitar que entre nadie (especialmente hombres) como para que salgan las monjas. En caso de que tuvieran que salir fuera del recinto, se les recomendaba que estuvieran fuera el menor tiempo posible. Además, en todo momento tenían que mostrar decoro, caminar despacio, no hablar demasiado y evitar hacer amistad con personas no vinculadas al convento para no alentar habladurías. Santa Clara escribe que las hermanas tienen prohibido explicar qué ocurre y qué se dice entre las cuatro paredes de la casa de la congregación. En caso de que una monja lo incumpliera, quedaba a juicio de la abadesa imponer un castigo y una penitencia.

Al igual que las de las clarisas, encontraríamos otras reglas igual o más restrictivas. Todas ellas marcaron el funcionamiento de los establecimientos religiosos femeninos durante siglos. Por tanto, influyeron en la mentalidad eclesiástica sobre el trato que debían recibir las monjas, no solo por parte de los hombres sino también por las superioras de cada congregación. Una mentalidad que todavía dura. Por eso, hoy en día, cuando un periodista quiere hacer un libro como El velo del silencio se encuentra con mujeres atemorizadas, que no se atreven a utilizar su nombre real para explicar todo lo que han sufrido.

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