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José María Lizundia

Identidades múltiples: ser de VOX y LGTBI a la vez

Durante la historia han dominado las identidades monistas, una condición prevalente que engloba, articula y subsume a todas las demás y de la que no hay escapatoria sino es a la pira, el destierro, la crucifixión. Hasta muy pocas generaciones atrás las concepciones del mundo y de la vida eran monolíticas, rezadas y cantadas (como los cubanos por el malecón). Durante muchos siglos la condición religiosa lo conformaba todo, nada quedaba fuera, las disidencias lo eran siempre desde otra religión, secta o creencia, que no eran más que variaciones de un mismo tema, ramas de un mismo tronco. Cuando Foucault investiga la genealogía del poder-saber y escribe la historia de la locura y la sexualidad comprueba que en torno al siglo XVII y antes, todo desacato, impugnación, transgresión no tenía otra consecuencia que la represión y el encierro.

La laicización de la sociedad occidental o la desacralización del mundo de Weber, determino que el bastión de congregación monolítica religiosa recibiera disparos de muerte. La religión muy tocada se fragmentó en otras religiones aún más reguladoras, taxativas, homogeneizadoras de todas las vertientes humanas en que se proyecta el individuo, como el fascismo, nazismo, comunismo y nacionalismo. Ideologías explosivamente totalitarias. Quienes se resistieron fueron los anglosajones, primero los británicos con la Revolución Gloriosa (1688) al poner coto al absolutismo monárquico, y los norteamericanos, por fundarse sobre su negación radical.

La complejidad de la sociedad actual con su diversidad y pluralismo, admite todos los acentos, gustos, propensiones y auto comprensiones. La identidad individual, espoleada por el mayo/68, ha devenido en el nuevo dios. Sin embargo la identidad individual no es núcleo irreductible porque aún puede fragmentarse más y hacerse maleable y reversible. El grupo Queer que habla de género en lugar de sexualidad, y de constructos culturales en vez de naturaleza (la han abolido, con un par), permite al menos con la administración de testosterona navegar entre géneros por temporadas. Basta escuchar a Paul B. Preciados. Todo es posible. Ya lo dijo Dostoyevski si dios no existe todo nos está permitido. Pareciera que en un mar tan anchuroso reinaría todas las autodeterminaciones posibles y la sola propia voluntad. Pues no en está disolución identitaria, esta taxonomía casi botánica o entomológica pertenece a un mismo álbum ideológico cerrado sobre sí mismo, acartonado. Pero acaece que en VOX no solo hay hombres de raza negra, en absoluto decorativos como alguno que promueve la izquierda, sino que también hay homosexuales (agredidos/silenciados), respondiendo a una mentalidad pluralista y no monista, de compatibilidades y distintas proyecciones e identidades. Solo una barrera de odio delirante sistemáticamente azuzado lo niega.

Durante años, mis zapatos preferidos fueron unos botines de cordones y suela de goma. Eran de color beige y de material anodino. Tan anodino que no lo recuerdo. Sí sé que eran la antítesis de unos taconazos o de cualquier prenda que pudiera considerarse objetivamente sexy, pero a mí me encantaban y, con ellos, me sentía la tía más atractiva del planeta. Fueron un regalo de un amigo y, cuando se rompieron durante una excursión, sentí una pena irracional. Algo parecido me sucedía con un jersey blanco y rojo que compré en un mercado de segunda mano. Puede que fuera porque lo encontré durante un viaje que hice sola o porque pasaba una época metafísica en la que me sentía la diosa de la evolución espiritual, pero esa prenda tenía algo especial. Cuando se encogió en la lavadora, la pena irracional reapareció. Claramente, no estaba tan evolucionada como creía, pero es cierto que hay objetos que significan mucho y el dinero no tiene nada que ver con ello. Son cosas que nos conectan con todo un universo de recuerdos, afectos e ilusiones. Es un llavero, una caja, una libreta o una pulsera de tela. En mi caso, además de los zapatos y el jersey esmirriado, también tengo un billete de metro, un posavasos, un papel con un número de teléfono, un disco de Bob Dylan, todos los dientes que han perdido mis hijos durante estos años y las notitas que me dejaban bajo la almohada. Es parte de mi patrimonio emocional. Cuando murió mi padre descubrí entre las hojas de sus libros fotos de mi hermano, escritos de cuando él era pequeño y un cuadernillo de su padre, mi abuelo. Eran parte de su tesoro afectivo. Busqué algún rastro mío, pero no lo encontré. Sigo creyendo que anda escondido por ahí y que algún día descubriré en una bolsa el cenicero en forma de flor que le hice en la EGB.

He caído en la importancia de nuestros patrimonios emocionales a raíz de dos sucesos. El primero, cuando escuché las declaraciones de la ministra de Industria, Comercio y Turismo, Reyes Maroto, afirmando, sin tener en cuenta el drama y miseria que la erupción del volcán representa para muchas personas, que el espectáculo era un maravilloso reclamo turístico. Ahora parece que lo relevante es recibir a millones de turistas dispuestos a hacerse un selfi sobre los recuerdos, vidas e historias pulverizadas y sepultadas bajo la lava. La verdad es que ese afán por mostrarnos como un país vendido al monocultivo turístico es cansino. Y la falta de sensibilidad y empatía, también. Llegará el día en que los políticos hablarán menos y escucharán más. Espero.

El segundo suceso es más prosaico y tiene que ver con la perra de mi perra. Un animal que adoro y que hurgó en una caja de madera, se llevó la primera carta que mi hijo mayor me escribió por el día de la madre y la rompió en cien pedazos. Ahora ya no puedo leer la frase más bella que me han escrito jamás: “Eres la mejor madre del mundo”. La pena irracional ha vuelto a aparecer y, por cierto, hoy sería impensable que una niña de ocho años promoviera que su padre fumara regalándole un cenicero con forma de flor. Bendita evolución.

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