El Gobierno de España ha anunciado que usará una (pequeña) parte de la financiación europea para políticas de fomento del libro y la lectura, además de destinar una cantidad extrapresupuestaria (y millonaria) a la compra de volúmenes para las bibliotecas, para ayudar a editoriales y librerías. Se trata de acciones que deben aplicar necesariamente las comunidades autónomas, que recibirán esa pequeña parte del maná de Bruselas con el encargo finalista de apoyar al libro.

La Dirección General del Libro y las Bibliotecas de Canarias, con no muchos años de gestión a sus espaldas, debe ser el instrumento para aplicar esas políticas, cada día más necesarias y urgentes, si se quiere de verdad que el libro hecho en las Islas tenga futuro y consiga su sitio –un lugar modesto, obviamente– en el mercado canario, completamente colonizado y saturado por la oferta de las grandes editoriales y distribuidoras nacionales.

Comprometer a las administraciones es también determinante para que el libro de aquí se difunda también fuera, una de las asignaturas pendientes de la creación cultural de las Islas. Casi todos los productos canarios reciben protección pública en su producción, transporte, distribución y comercialización. ¿Por qué no se ha planteado nunca la administración apoyar con medidas concretas la distribución del libro canario en el mercado peninsular e iberoamericano? Los poderes públicos tienen la obligación de destinar recursos a todas las actividades de creación y divulgación cultural.

Es correcto exigir mayor profesionalización en la producción del libro canario, pero con una industria alicaída como resultado de la crisis sanitaria, con diez o doce editoriales muy tocadas por este año y medio de brutal recesión, parece obvio que cualquier apoyo de las administraciones para mejorar el hábito lector, especialmente entre los más jóvenes; el apoyo a la producción y el respaldo a superar los mercados locales –como ya se hace con la creación plástica, el cine, el teatro o la música hecha en Canarias–... será bien recibido por la agotada industria editorial de las Islas. Un sector caracterizado por la endeblez anémica de los circuitos de distribución y venta; por la escasa incidencia en las librerías de Canarias de los títulos canarios o de contenido canario, más allá de recetarios, guías turísticas o manuales; por la debilidad institucional de un gremio enfrentado desde la desunión a su propia insignificancia y –como consecuencia de eso– definido por la ausencia de propuestas colectivas del sector.

Pero no basta con colocar la pelota en el tejado de la Administración: hay que partir de una autocrítica ya enunciada en otras ocasiones, que asuma la responsabilidad de los propios editores, de los distribuidores, de los libreros y autores (en la reducida parte que les toca) en la falta de interés que hay en Canarias por el libro canario.

Frente al subvencionismo discrecional, el amiguismo a la hora de promocionar la edición o el recurrente intrusismo de las entidades públicas en la edición hay que exigir cuentas claras, convocatorias públicas y apoyo a la distribución y comercialización fuera de las Islas. Ni más ni menos que lo que lo que se hace con otros productos locales. Y habría que preguntarse, sin pretender molestar a los agricultores, qué producción –y consumo– es más importante para definir a una sociedad como civilizada, progresista y moderna: la de tomates o la de libros