Durante años la calle en la que vivió Domingo Pérez Minik en Santa Cruz de Tenerife se llamó Calle del Perdón. Antes, en vida del autor de La condición humana del insular, esa calle que empieza en la Rambla (en tiempos fue la Rambla del General Franco) se llamaba Calle del General Goded, y ahora, según decisión unánime del Ayuntamiento de la ciudad, llevará el nombre de tan querido ciudadano. Esa será, pues, la Calle Domingo Pérez Minik. En el acto municipal en que fue adoptada esta decisión, el alcalde, José Manuel Bermúdez, explicó la trayectoria civil de quien muchos seguimos llamando don Domingo, que fue un extraordinario ciudadano fiel a los principios liberales de la historia de la ciudad, además de ser un intelectual comprometido con las distintas etapas de su tiempo (1903-1989), que incluyeron la proclamación de la República, la guerra civil (en la que él y muchos de los suyos fueron derrotados y muchos asesinados y perseguidos) y una posguerra en la que él y gran parte de sus compañeros fueron exiliados interiores, luchadores siempre por la democracia que él y algunos otros llegaron a ver y celebrar.

Quienes instaron, y consiguieron, del alcalde de la ciudad que ese nombre propio sustituyera la palabra el Perdón del callejero de la ciudad fue un grupo de personas que, con la música Esther Ropón al frente, decidieron hace más de un año adoptar el nombre de Pérez Minik para titular el observatorio cultural que han puesto en marcha con objeto de agitar la discusión sobre el presente y el futuro de la sociedad y las artes en Canarias. Al tiempo, tuvieron la ocurrencia (así hubiera dicho don Domingo, “»uerte ocurrencia») de dirigirse a José Manuel Bermúdez, el alcalde que atendió esa petición, para que ese símbolo urbano rindiera memoria al hombre que hizo con su vida y de sus paseos no sólo honor a la calle que llevaba el nombre del general Goded sino los caminos, las librerías, los centros de teatro o cultura, los bares y el muelle de la ciudad sobre la que tanto escribió y donde vivió casi todos los días de su vida, aparte de algunos viajes para convivir con sus buenos amigos grancanarios (que los tuvo, muy buenos y muy abundantes) o madrileños (que al menos una vez al año lo acompañaban en tertulias sobre el teatro o la vida). Barcelona fue otro destino suyo muy habitual, pues allí o en Sitges se celebraban las reuniones del premio de la Crítica, del que era animado, y celebrado, participante. Viajó al extranjero menos de lo que hubiera querido, pues las circunstancias de salud de su mujer, Rosita Camacho, fueron difíciles prácticamente desde que se casaron. Eran, a pesar de ello, y por el carácter de ambos podría decirse que también gracias a ello, una pareja llena de vida y de alegría para afrontar dificultades que fueron cada vez más graves desde que empezó la guerra civil, tan dura para la nación y para los individuos, uno a uno y colectivamente, también en una ciudad que hicieron hosca los que antes de tiempo ya se sintieron vencedores y los que, cuando fueron vencedores, pretendieron no dejar títere con cabeza, con resultados que siguen siendo triste memoria de Santa Cruz y de gran parte de la España vencida.

Ninguna de las vicisitudes que pudieron haberlo hecho un hombre esquinado, encerrado o solitario, le arrebataron las ganas de vivir y de juntarse con otros, e hizo amigos de todas las generaciones y sucesivamente; escribió en situaciones de precariedad pero sin quejarse de ello, ni en sus escritos ni en sus conversaciones; padeció enfermedades, incluida la enfermedad crónica de Rosita, su mujer, pero puede decirse de él (y, aun más, de la propia Rosita) que en ellos se cumplía la famosa descripción que hace Ernest Hemingway de uno de sus personajes femeninos: «Conoció la angustia y el dolor pero nunca estuvo triste una mañana». Esa vitalidad se notaba en la casa, que era la casa de todo el mundo, o al menos yo nunca observé rechazo cuando se producían aquellas modestas avalanchas de amigos y sobrevenidos para los que siempre había un plato de potaje, cuando íbamos a mediodía, o muchos medios whiskies, cuando las visitas eran vespertinas. A veces he contado aquí que ambos desplegaban ante ese público que quería reunirse con ellos un sistema de señales, utilizando para ello la ventana del cuarto auxiliar al principal: si esa ventana estaba entornada no estaban para visitas. Sin embargo, si la ventana estaba cerrada era correcto tocar en la puerta de la calle para que el propio don Domingo saliera a abrir.

No admitía babiecas, como él mismo decía, pero era muy caballeroso y, si entraban, les daba conversación de buen talante, y luego procuraba no quejarse del modo de ser o de decir de esas personas que, este también era su modo de decirlo, le resultaban antipáticas. No era el amigo de todo el mundo, como se suele decir, pero con todo el mundo, los que le iban a ver, los que lo interrumpían en su paseo por la Rambla hasta el muelle, los que se hacían los encontradizos o los amigos pesados (entre ellos, el que suscribe) para pedirle declaraciones, consejos u otras bagatales, era solícito y bien educado, como un inglés tranquilo. Por su modo de ser, hasta que los deterioros de la enfermedad le hicieron más difícil la sonrisa o la vida, jamás fue un hombre duro o antipático, sino al contrario, era de esas personas que miraban a los otros con el deseo de hacerles el bien y con el deseo evidente de que fueran muy felices. Era, como Rosita, gente buena, buenos ciudadanos, capaces de querer también a los que no los quisieran.

Esta decisión municipal de llamar a esa calle que él tanto quiso con su nombre propio honra, naturalmente, a don Domingo, y también a los que tuvieron la idea de pedirle al alcalde que abriera el paso para cumplir esa iniciativa. Y honra, pues, al alcalde y a la ciudad. Y honra a Canarias, cuyos callejeros debe nutrirse, si aún no lo están, de personalidades que en cada una de las islas dieron ejemplo de ciudadanía, pues la calle por la que transitamos en la memoria viva de los pasos, del tránsito, de quienes quisieron con otros la tierra que dibujan sus pies y su compromiso de vivir en paz y con los demás. Eso, por cierto, sería canariedad, y no sllo serían las tachaduras.

El gran poeta grancanario Agustín Millares tiene un hermoso poema, Canción de la calle, que resume el espíritu de esas personas callejeras y que parece escrita para ocasiones como esta en que el callejero se abre para un ciudadano que merecía esta justicia: «La calle que tú me das/--calle ausente todavía--,/ no será tuya ni mía./ Calle de todos será».

Ahí, en esa calle universal de la amistad y de la vida, estamos, y ahora también, en ese laberinto de calles que es la ciudad universal que queremos, está muy bien puesto (muy bien puesto: eso lo hubiera dicho también él) el espíritu inolvidable de don Domingo Pérez Minik. Calle de todos será.