Vuelven los apóstoles de la misión contando a Jesús «todo lo que habían hecho y enseñado». El domingo pasado contemplábamos cómo los enviaba, de dos en dos, a todos los pueblos, con una serie de recomendaciones.

¡Estar con Jesucristo, ser enviado por Él y volver a Él! ¡He ahí las características que constituyen la vida del apóstol, del discípulo misionero, que somos nosotros, cada uno de nosotros!

Entonces, Jesús se lleva a los doce en barca a un sitio tranquilo y apartado, a descansar un poco. ¡Se los lleva de vacaciones!

¡Qué importante es ir de vacaciones con el Señor!

Yo digo, a veces, que en la vida espiritual no puede haber vacaciones porque ésta no consiste sólo en el cumplimiento de unas normas o de unos deberes religiosos, sino que comporta, fundamentalmente, el cuidado de una vida, la vida de Dios en nosotros, con todas sus necesidades y exigencias.

Cuando S. Juan Bosco hablaba a los jóvenes, que atendía en el colegio, de las vacaciones, les decía que son la «vendimia del diablo». ¡Que no sean así para nosotros! Que en las vacaciones, los que puedan tenerlas, haya espacio para la vida espiritual. Hablo a veces en broma de «las vacaciones espirituales» de los que dejan de acudir a la Santa Misa de entre semana, a alguna reunión programada o a otras cosas. Suelo decir sonriendo: «N. está hoy de vacaciones espirituales».

Hay cristianos, muchos cristianos, que no lo hacen así, que son conscientes de la vida de Dios que late siempre en su interior y se nota en el exterior en su comportamiento cristiano. Y ¿quién no recuerda las actividades de verano que otros años, sin epidemia, organizaban colegios, parroquias y otras instituciones de la Iglesia?

Cuando Jesús y sus discípulos llegan al lugar elegido, se encuentran con una multitud que los habían visto embarcar y se les adelantaron. Y dice el Evangelio que a Cristo «le dio lástima de ellos porque andaban como ovejas que no tienen pastor; y se puso a enseñarles muchas cosas».

¡Les estropearon las vacaciones al Señor y a los discípulos”.

Pero su reacción no fue de enfado o nerviosismo; no les dijo: «¿No saben que tenemos que descansar?» Nosotros, en una ocasión similar, diríamos: «¿No saben que estamos de vacaciones? Vengan otro día».

No podemos olvidar que las vacaciones, que son un derecho laboral, no constituyen, en la práctica, un valor absoluto. Hay muchas personas que, en el tiempo de vacaciones, tienen que trabajar mucho; en algunas ocasiones, las madres, porque, tal vez, hay muchos en la casa y le ayudan poco. Hay quienes tienen que resolver necesidades urgentes o tienen que cuidar a un familiar o algún amigo enfermo o que necesita su ayuda. Y no podemos olvidar a los que no pueden tener vacaciones por motivos económicos o de salud.

Pienso, por ejemplo, que el estilo de vacaciones iniciado por el Papa Francisco, impresiona a mucha gente y dejará huella en la historia: Reduce durante un mes el trabajo y descansa lo que puede en sus mismas instalaciones de Santa Marta sin ir ni siquiera a Castel Gandolfo, la residencia de verano de los papas, cuando en Roma hace mucho calor.

Pero para todas esas cosas hace falta tener un corazón bueno y sensible como el de Jesucristo, según contemplamos este domingo.

Frente a aquellos malos pastores del Antiguo Testamento, que dispersan a las ovejas y no las guardan ni las atienden debidamente, como contemplamos en la primera lectura, Jesús es el Pastor Bueno que anuncia el profeta.

Toda esta narración, que recogen los cuatro evangelistas, subraya esta realidad: ¡Jesús es el Buen Pastor, en esta ocasión, de los apóstoles que vuelven cansados y también de aquella gente que le busca porque le necesita!

Y Él cuenta con nosotros, miembros de su cuerpo, para que le ayudemos, con palabras y obras, a continuar siendo el Pastor Bueno de su pueblo.