Sucedió una soleada y ventosa mañana en la santacrucera avenida de San Sebastián. Yo caminaba en dirección al Mercado de Nuestra Señora de África cuando mis miopes ojos observaron un revoloteo de color naranja detrás de un coche aparcado. Me acerqué y vi que, sobre el asfalto, estaba parada una preciosa y delicada mariposa monarca. Mi primer impulso fue acercarme para capturar con mi teléfono móvil aquella belleza que, de manera inexplicable, mantenía sus patas pegadas al suelo.

El contraste del oscuro y áspero asfalto con el colorido y la suavidad de sus alas me pareció espectacular. En mi cabeza ya se atropellaban las metáforas unas a otras, pero un interrogante las detuvo. Me di cuenta de que algo no iba bien. Madame Butterfly intentaba alzar el vuelo pero algo se lo impedía y, además, comenzó a dar un par de saltos torpes que la dejaron en un lugar de peligro. Si bajaba cualquier vehículo, podía ser aplastada sin remedio.

Un antiguo proverbio chino asegura que el aleteo de las alas de una mariposa se puede sentir al otro lado del mundo. Según este pensamiento, todos nuestros actos y decisiones están conectados y las posibilidades de interrelación son totalmente impredecibles.

Aquel momento se convirtió en ese instante decisivo, que cambiaría para siempre el transcurso de mi día y quién sabe cuántas cosas más. Elegí salvarla o, al menos, intentarlo. Así que me lancé a su rescate y, como no tenía ni idea de cómo agarrar a un ser vivo tan frágil (temía romperle un ala, una pata o una antena), saqué de mi bolso el sobre de una notificación de la Seguridad Social (tanto trámite al fin servía para algo), lo acerqué hasta sus patitas y le dije: “Corre, sube que te atropellan”. Sin duda, aquella mariposa había nacido en la Isla porque me entendió perfectamente. Su obediencia me dio alas suficientes para bautizarme a mí misma como “la mujer que susurraba a las mariposas”. Bajé la calle portando al monárquico bichito con la sacralidad de una procesión del Corpus Christi. No todos los días se tiene un encuentro en tercera fase (y me refiero a la crisis sanitaria) con un lepidóptero (sí, lo acabo de buscar en Google).

Aquel diminuto ser alado parecía ejercer un extraño poder sobre todas las personas con las que me cruzaba: me miraban con asombro, sonreían con los ojos y algunas, incluso se acercaban y me hablaban. Así fue como entablé conversación con un señor mayor que me ayudó a rescatarla por segunda vez, cuando una ráfaga de viento volvió a dejar a nuestra mariposa en plena carretera. Tras el susto, accedí a entrar en la cafetería más cercana siguiendo el consejo de mi inesperado compañero de salvamento. Allí podríamos intentar darle un poco de agua.

Nada más entrar y pedir un chupito de agua tamaño Playmobil para nuestra amiga voladora, aquella cafetería se convirtió en un auténtico cónclave donde un grupo de personas, que no nos conocíamos de nada, comenzamos a interactuar como si perteneceríamos a un comando especial (pero dentro de una película dirigida por Almodóvar): “Seguramente es nuevita y no sabe volar todavía”, decía uno; “Se habrá dado un golpe contra un coche con tanta ventolera”, afirmaba otra; “Dale agüita”; “Cuéntale las patas, a ver si las tiene todas”; “No le des agüita que se mojará las alas y se le pegarán”; “Déjala en una maceta”… y así podríamos haber pasado toda la mañana.

Tras varios intentos fallidos, descarté el agua. Entonces, trepó por mi mano y me miró y, moviendo las antenas, yo sentí que me pedía que la sacara de allí. Y por pequeño que sea un ser vivo, si ha sido capaz de trascender a un estado superior al de capullo (de crisálida, perdón), hay que hacerle caso. Así que, en un arrebato gollumniano (la mariposa es mííía, ella vino a mííí…), le pedí a una camarera un tarro de cristal para poder llevarme a mi mariposa protegiéndola contra el viento. Y así salí de aquella cafetería como si portara el Anillo Único.

No tenía ni idea de por qué razón aquella monarca no podía volar, pero si iba a morir, tenía que encontrarle un lugar digno. La pequeña huerta que tienen mis vecinos en la parte trasera de su casa me pareció la solución perfecta. Son una pareja de ancianos con los que nunca he mantenido gran conversación, pero el efecto mariposa (*) lo cambiaba todo. Mi vecino me abrió la puerta sorprendido por la inesperada visita, pero en cuanto le conté lo sucedido, me quitó el tarro de las manos con la ceremoniosidad de un caballero templario recibiendo el Santo Grial.

Desde mi ventana vi cómo dejaba a nuestra protagonista sobre unos geranios en aquel pequeño parterre comunitario que comparten algunas de las antiguas casitas de la zona del mercado. El medio abandonado jardín tiene por guardián un enorme y longevo laurel de indias que, además, ejerce como complejo residencial ornitológico. Aquel lugar, que tengo la suerte de poder contemplar desde mi cocina, me pareció más mágico que nunca.

El anciano caballero alzó la vista y me regaló una sonrisa llena de orgullo y satisfacción (ahora el ‘monarca’ parecía él) y me alzó su dedo pulgar en señal de “misión cumplida”.

Aquella mariposa, con su batir de alas incompleto y sus torpes saltitos había cambiado muchas cosas en un instante.

Quién sabe el alcance de las consecuencias de aquel pequeño rescate. Quién sabe el alance diario de nuestro propio batir de alas invisibles. Quién sabe… si no estaremos cambiando el mundo a cada instante, con cada decisión que tomamos, en un constante e infinito efecto mariposa (*).

(*) El efecto mariposa es un concepto que comenzó a despegar a partir de 1972, cuando el matemático y meteorólogo Edward Lorenz pronunció su célebre frase «El aleteo de una mariposa en Brasil puede producir un tornado en Texas», incluida en una conferencia que impartió durante una sesión de la reunión anual de la AAAS (American Association for the Advancement of Science). Quince años más tarde, el término “efecto mariposa” tuvo un alcance universal gracias a la publicación del bestseller de James Gleick: Caos: la creación de una ciencia. Según este razonamiento vinculado a la Teoría del Caos, en un sistema no determinista, pequeños cambios pueden conducir a consecuencias totalmente divergentes.