“Cuando escribimos estos renglones aún no se vulneró aquel precepto de que la nación no puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona. Aún no es, en efecto, de una sola familia: es de unas cuatro o cinco, que tienen hijos, yernos, tíos, primos, sobrinos, nietos y cuñados, en todos los puestos y en todas las Cámaras”. Esta es una cita de uno de los grandes cronistas parlamentarios españoles, si no el mayor, Wenceslao Fernández Flores, que además de ser un periodista admirable escribió magníficas novelas y cuentos conmovedores. El texto citado es de 1916 y la publicó en el ABC, donde había sucedido como cronista a Azorín. Las Cortes de 1916, el final agónico de la Restauración, no eran plenamente democráticas, y el prestigioso ABC fungía como el periódico monárquico de referencia, y quizás por eso asombran sus bosquejos de ministros y diputados. El ministro de Gobernación Ruiz-Jiménez, incapaz de pronunciar una frase inteligible y siempre presumiendo de una enérgica actividad, era uno de sus favoritos: “Trabaja mucho, su salud no es fuerte, fatiga demasiado su alta inteligencia en buscar las más indiscretas relaciones de los fenómenos”. Francés Cambó, líder de la minoría catalanista: “Flaco, de áspera voz, gesticulando como si la expulsión de las palabras le causara un dolor físico”. El liberal Manuel García Prieto: “sereno, pulcro, digno, con una espiritual sonrisa enredada en los pelos de su bigote (…) que tiene una ceja más alta que otra”. El socialista Julián Besteiro: “discurseaba negreando su cabello abundante y sus barbas desaliñadas de socialista activo”. En la II República solo hay que leer el Dietario del maestro Josep Pla –que incluye un retrato demoledor de Alejandro Lerroux y de sus correligionarios (“todo español que se levante tarde, salga todas las noches, tenga querida y practique el resopón guarda sinceras simpatías por el Partido Republicano Radical)– o sus crónicas del Congreso de los Diputados para hacerse una idea de la evolución del género, que puede complementar con los textos de otro gran maestro, Julio Camba, de nuevo en ABC: “De ser cierto los rumores en circulación, Azaña quiere pegarse un tiro, y con todo el respeto que me ha inspirado siempre la vida ajena, diré que la idea no me parece completamente mala”.

He recordado a tres grandes cronistas parlamentarios porque esas libertades que ejercieron tan brillantemente están hoy, si no enteramente en peligro, si francamente hostilizadas. Aquí mismo, en las ínsulas baratarias, la situación no ha dejado de empeorar. Recuerdo que en una crónica fantaseé con que Manuel Hermoso, para poder acudir a una reunión comprometedora en un despacho del Parlamento, buscaba un disfraz convincente, hasta que un asesor encontraba el mejor, un libro. Hermoso, con el libro bajo el brazo, pasaba entre periodistas y policías sin ser reconocido. Al entonces presidente del Gobierno autonómico no se le ocurrió llamar a nadie, ni menos a mí, para convocar un chaparrón de quejas y reconvenciones. Hoy la gran mayoría de nuestros políticos –en el Gobierno y en la oposición– padecen de una pésima educación cívica y democrática, hasta el punto que llamarles malos gestores, oradores torpes, líderes engreídos o representantes inútiles o prescindibles se les antoja un insulto personal, como si uno se estuviera refiriendo a su familia, su intimidad doméstica, sus aficiones sexuales o a la sinceridad de sus prácticas religiosas. Hay una frase muy, muy buena que todo periodista ha debido escuchar con una ligera neuralgia comenzado su ataque: “Pero si yo a usted no le conozco de nada”. No, yo no le conozco de nada ni tengo obligación moral alguna de mantener una relación personal con usted, porque eso no puede ni debe impedir valorar su trabajo en la esfera pública. Antes los políticos detestaban las crónicas parlamentarias por lo que decían. Hoy las desprecian porque ni siquiera comprenden ni respetan lo que son.