La economía española parece haberse instalado por fin en la recuperación, que además se presenta –de acuerdo con los indicadores de empleo– algo más intensa de lo que se esperaba. Las previsiones antes de mayo rozaban el uno por ciento, y ahora se sitúan por encima del dos. Hay quien cree que cuando se publique el dato de afiliaciones a la Seguridad Social de junio, el crecimiento estará próximo al dos y medio por ciento. Ante las señales de mejoría, la política se ha instalado en la autocomplacencia cuando no en la euforia, y quienes no compartimos esa euforia alimentada desde las instituciones por la inminente lluvia de millones que llegará de Europa, somos tachados de agoreros, pesimistas o apocalípticos.

Pero lo cierto es que algo no cuadra en toda esta alegría desbordada, esta confianza en la recuperación económica y la futura capacidad de gasto de las administraciones. Mientras los gobiernos hacen sus cuentas, sintiendo que no serán capaces de cumplir su compromiso de gastar todo el dinero de que van a disponer, la pobreza creciente de casi la mitad de la población, los bajos salarios en las empresas privadas –en contraste con las canonjías crecientes del empleo público, especialmente el empleo vinculado al ejercicio del poder– y el endeudamiento de centenares de miles de autónomos arruinados y de pequeñas empresas, alcanzan a sectores cada vez más amplios de la sociedad. Y no es un problema exclusivamente local.

La crisis del 2008 provocó una fractura extraordinaria en España y en Europa, de la que los ricos salieron más ricos y los pobres más pobres, como suele ocurrir en todas las crisis del capitalismo. El parón económico de la pandemia parece estar agravando aún más aquella situación, que la mayor parte de los países de Europa fueron incapaces de revertir durante la recuperación que siguió a la gran crisis: el diez por ciento de las familias más acaudaladas de Europa son hoy propietarias del 53 por ciento de la riqueza privada. Antes de la crisis del 2008, su parte de la tarta era del 45 por ciento. Mientras, la cuarta parte de las familias de la Unión, las más modestas, se reparten un miserable uno por ciento de la riqueza, frente al cuatro por ciento a que tenían acceso antes. Los más pobres han perdido el 75 por ciento de su cuota en el reparto de la riqueza del país.

Después de casi cincuenta años de mejoras ininterrumpidas, a partir de la primera década de este siglo, el modelo del bienestar hizo aguas, mientras la política degeneró en propaganda, espectáculo y conflicto ideológico, convirtiéndose en uno de los principales factores de la crispación social. En lo que va de siglo, los trabajadores pobres, los pensionistas, los jóvenes, se han vuelto cada vez más pobres, y la riqueza y los privilegios se concentran en los más ricos, y cada vez más rápidamente. Mientras, unas administraciones en creciente metástasis destinan sus ingentes recursos –logrados con políticas fiscales que permiten escapar de rositas a los pudientes y acaudalados, pero no a las expoliadas clases medias–, a sostenerse a sí mismas, o a favorecer a quienes logran anclarse en ellas: ex funcionarios que conocen los trucos de las subvenciones, consultoras, empresarios con buenas relaciones con el poder, medios de comunicación al dictado, y otros saqueadores de lo público.

El dinero que Europa ha repartido o piensa repartir, y que seguirán pagando nuestros nietos, no capilarizará la economía productiva hasta llegar a quienes más lo necesitan. Se entregará a los grandes proyectos tractores que controlan las compañías energéticas, restañará las pérdidas de los trust y las multinacionales y llegará en forma de goteo, como bonos por alimento o ayudas para el alquiler a los desahuciados. La vieja y repetida historia de la recuperación de esta crisis de la pandemia: ricos más ricos, pobres más pobres y políticos presumiendo de haberlo hecho de una forma diferente, de no haber dejado a nadie atrás.