Lo peor de la selección de las élites políticas es que en la actualidad es imposible que se desarrolle fuera del ámbito de los partidos. Obviamente no siempre ha sido así, y menos todavía en España. Durante la dictadura franquista, por ejemplo, los tres canales de acceso a la élite política eran las fuerzas armadas, la iglesia católica y la Falange (con el paso de las décadas, superpuesta y finalmente confundida con la administración pública). Actualmente no es así. Son los dirigentes del partido los que organizan los procesos de selección. Por supuesto que todavía cabe diferenciar entre los que, ya instalados profesionalmente, proceden de la sociedad civil y están dispuestos a incorporarse a la actividad política, y los que llevan en el partido desde la adolescencia o la primera juventud; en muchas ocasiones solo pretendían vivir la actividad política, pero han terminado por vivir de ella, después de toda una vida de servicio público (ejem) y militancia más o menos irreprochable.

En el último cuarto de siglo las organizaciones políticas tienen auténticas dificultades para seducir a profesionales exitosos o de prestigio y con una edad mediana o madura. Es relativamente fácil convencer a una funcionaria técnica de primer nivel en la UE para que sea ministra de Economía, pero ya es más complicado que admitan convertirse en consejeros autonómicos, directores generales o teniente de alcalde en capitales de provincia. De manera que es el partido el que manda y en el partido, simplemente, hay lo que hay: un pequeño ejército de licenciados y diplomados universitarios, en un considerable porcentaje funcionarios públicos, egresados de pequeñas universidades y en raras ocasiones con experiencia científica o laboral fuera del país. Y otro amplio grupo con titulación más modesta o inexistente y que por lo general han vivido económicamente gracias al partido, o bien en su burocracia, o bien colocados en puestos de salida en listas electorales.

Esa es poco más o menos la situación de las élites en el ecosistema español de partidos político: la presencia de gente competente – la hay – tienen un aspecto secundario respecto a aquellos que han sabido ganar una cuota de apoyos dentro de la organización, mostrar una lealtad perruna ante el jefe o saber hacerse el idiota o simular la brillantez. Examinemos el caso de Carolina Darias, cuya continuidad como ministra de Sanidad parece discutible después de varios errores, despistes y tontadas. Darias ha tenido una carrera fulgurante en el PSOE que nadie podía imaginar hace veinte años, que incluso es difícil imaginar ahora mismo. Es simplemente una licenciada en Derecho por la Universidad de La Laguna y enseguida se sacó unas oposiciones. Pero la ministra tuvo, desde muy pronto, el apoyo de un grupo de viejas y todavía (pero menos) influyentes glorias psocialistas, lo que la llevó incluso a combatir en batallas orgánicas y primarias internas que no ganó, pero que después le han servido como elemento de negociación. Con Darias, además, ocurre ese curioso fenómeno según el cual lo mejor para darle un cargo a alguien es que haya tenido varios. El nuevo nombramiento se guarnece con los cargos anteriormente ocupados. Y es indiferente que no haya hecho nada memorable en ningún sitio. Nadie puede hacer nada memorable cuando en el plazo de cinco años se ha desempeñado como presidenta del Parlamento de Canarias, consejera de Economía y Empleo del Gobierno autonómico, ministra de Política Territorial y ministra de Sanidad. Carolina Darias es un significante vacío: ni líder política ni gestora competente. Si es destituida como ministra antes o después del verano cumplirá su pequeña y escueta función en la economía de poder del presidente Sánchez. No hay que preocuparse mucho: ya la nombrarán otra cosa.