Opinión | Al azar
‘Otra ronda’, la película alcohólica del año
La asistencia masiva y mayoritariamente femenina a una proyección de Otra ronda, semanas después de su estreno, no se justifica solo por su jerarquía indiscutible de película europea del año, con vitola de Óscar. La afluencia a la sala demediada gravita en torno a la atracción morbosa que despierta el danés Mads Mikkelsen, la inmovilidad más perturbadora del cine contemporáneo, un Robert Mitchum con cerebro y Angst. De ambos puede afirmarse la célebre frase asociada al actor estadounidense, «no tienen una cara que uno se encuentre en el Metro».
Desde que la sedienta Días sin huella de Billy Wilder ganara el Óscar estelar en 1945, cada año amanece con su serpenteante película alcohólica a cuestas. Sin embargo, Otra ronda queda rescatada del embrutecimiento habitual del género por su historiado final radiante. Esta escena rima quizás accidentalmente con el principio de Lalaland, y deja el regusto de una comedia musical. Los espectadores de todos los sexos se extasían con los pasos de baile esbozados por Mikkelsen, en una promoción semejante al «Garbo ríe» de Ninotchka, un eslogan que por supuesto concibió Wilder.
El cuarteto de profesores de Otra ronda obtiene el estímulo para concentrarse en la bebida de las juergas de sus alumnos. Sin necesidad de las constantes referencias explícitas a Kierkegaard, cabe hablar de una religión compartida, la comunión etílica como actividad sacramental, un ritual consumado en las catacumbas pero que irradian a la sociedad entera. Tratándose de bárbaros sepentrionales, en la definición del Kierkegaard vasco conocido como Unamuno, practican la bebida dentro de su existencialismo sin moralejas.
Otra ronda plantea la hipótesis de que el alcohol sirva de combustible para reconciliar a una familia de vínculos extenuados. Describe una sociedad muy alejada del primitivismo de que resolver las necesidades fundamentales es un acto previo a filosofar, primum vivere. Ahora bien, después de enredarse en filosofías resurge la avidez por el disolvente universal de la psique humana, el alcohol que se sirve incluso en el formato catalán de Juvé y Camps. Sin Mikkelsen no hay Óscar ni siquiera película, pero no es la mejor que ha rodado a las órdenes de Thomas Vinterberg, porque esa condición corresponde a la excepcional La caza. A cambio, aquí se cuenta la más lograda historia de amor digital de la pantalla. En solo dos mensajes, recibidos por el hierático protagonista. El primero se lee “Yo también te echo de menos”. Y el segundo, “Mucho”. Que corra el vino.
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