El hombre está a dos pasos de la entrada de la finca de pisos de lujo. Cinco viviendas recién reformadas. La última tiene unos 250 metros cuadrados y vistas despejadas. Todas tienen aparcamiento. Lo leo en el cartel que está en la calle. El mismo cartel en el que el hombre se apoya mientras orina en la esquina. A plena luz del día, en pleno centro. Se gira. No me atrevo a mirar si se ha abrochado bien el pantalón, pero creo que no. Pierde el equilibrio y una chica con la raya de ojos difuminada y ojeras profundas le agarra para que no se caiga. Ella ha perdido parte de los dientes delanteros. La miseria siempre se refleja en la dentadura. Siguen su camino agarrados de la cintura y con una bolsa de plástico en las manos.

La tienda de campaña está delante de la urbanización. Cada año, cuando se publican los barrios con mayor renta de la ciudad, esa zona está en el primer puesto. Son fincas y plantas bajas de colores, con arcos y construcciones de estilo colonial. De los garajes salen coches de grandes marcas y justo enfrente hay una zona ajardinada. Con algún banco de forma ovalada y mucho hormigón. La tienda de campaña pasa desapercibida. Es tan pequeña que apenas se ve. Me fijo por los tetrabriks vacíos y restos de papeles que están a su alrededor. Y por la muleta. Creo que está fuera porque no cabe en ese iglú. Unos pies sobresalen de la cremallera y varios gatos dormitan alrededor. Son como los guardianes de esas extremidades que están ahí, sobre la piedra, inertes y abiertas en primera posición de ballet.

La mujer está sentada en un banco de Las Ramblas. Está mirando al suelo y lleva una cola mal hecha. Su pelo está sucio. Como si tuviera toneladas de polvo encima. De la coronilla le salen unos nudos despeinados. Lleva unas sandalias con calcetines color beige y veo que, a su lado, hay paquetitos sobre trozos de papel de periódico. En uno hay gomas negras para el pelo, otro tiene pulseras de bolitas de colores y otro guarda horquillas de plástico con formas de lazo. Todo parece usado y cada uno cuesta cincuenta céntimos. La gente no la ve, pero lleva horas sentada ahí. Es como si la vida le hubiera pasado por encima y hubiese dejado solo sus restos.

La cuarta persona de esta historia es un hombre. Un africano alto, guapo y vestido con pantalones anchos y una camiseta de un equipo de fútbol. Viene caminando hacia mí, habla solo, mueve las manos, abre la boca de forma exagerada y, por un momento, siento inquietud porque creo que viene a decirme algo, pero no. Vive en su mundo. Lo veo en sus ojos grandes, que han dejado de prestar atención a lo que pasa a su alrededor.

Fui testimonio de estas cuatro historias en un mismo día. El mismo en que se anunciaba que estamos más cerca de la apertura total al turismo, de que los cruceros vuelvan, de que miles de visitantes desembarquen en la ciudad y el mismo día en que se anuncia que los bonos de 100€ para gastar en vacaciones inter islas han sido todo un éxito. La recuperación está cerca, dicen. ¿Seguro? ¿De todos?