El delirio de los ausentes es el título del blog de un amigo malagueño al que sigo en las redes sociales desde hace años. De vez en cuando nos regala, desde su cuenta en Instagram, sus espontáneas y valiosas reflexiones acerca de la vida y, no hace mucho, recordé una conversación virtual que mantuvimos a raíz de una de sus publicaciones, al presenciar una curiosa escena en un supermercado en el que suelo comprar habitualmente.

Me dirigía hacia a la zona de frutas y verduras, después de un interesante paseo por la sección de perfumería y cosmética en el que acababa de descubrir una máscara de pestañas que parecía prometer el reino de los cielos por un par de euros. Pestañas de Ángel era el nombre con el que alguien, en un estrepitoso arrebato de creatividad e inspiración divina, había decidido bautizar a este producto de maquillaje. Pensé que sería un buen tema para un monólogo de Luis Piedrahita y me lo imaginé en El Club de la Comedia narrando las aventuras de una máscara de Pestañas de Ángel abandonada en la línea de caja de un supermercado, que consigue regresar a su sección de origen volando sobre un paquete de compresas (con alas) con la inestimable ayuda de un Kinder Bueno y una lata de cerveza San Miguel (que donde va…triunfa).

Mi divagación surrealista terminó cuando escuché la voz de dos personas que protestaban por la repetida ausencia de aguacates en su lugar habitual. Cuando una de las empleadas del supermercado les explicó que la ausencia del preciado fruto era debida a que ya se encuentra fuera de temporada, los dos clientes indignados resoplaron y urdieron un plan que yo pude escuchar, estirando la oreja mientras fingía un apasionado interés por el tamaño de unos limones cercanos a la zona del conflicto. Así supe que maquinaban una expedición secreta a otro supermercado donde corre el rumor de una perpetua presencia de aguacates.

Fue en ese preciso instante, ante aquel delirio por los (aguacates) ausentes, cuando vino a mi memoria aquella brillante reflexión de El delirio de los ausentes porque precisamente comenzaba con esta inquietante pregunta: «¿Te imaginas vivir una vida en la que no pudieras comer aguacate durante todo el año?».

El versado y sapiente malagueño nos invitaba a considerar, a razonar y a meditar sobre las consecuencias que tendría en nuestra vida aceptar los límites de las cosas, a entender que todo es cíclico en la Naturaleza, que todo tiene su proceso y que existen unas normas, aunque no queramos verlas.

Todo esto me llevó mentalmente a una escena de la película The Matrix (1999) en la que el agente Smith le revela a Morfeo que ha llegado a la conclusión de que la raza humana no se puede clasificar dentro de la especie de los mamíferos, puesto que se comporta como los virus: invade, coloniza, se expande y explota todos los recursos hasta agotarlos.

Nuestro empeño en la consecución inmediata de nuestros deseos, dejando de consumir productos de proximidad y de temporada, genera una huella ecológica sin precedentes. Pero además de la destrucción de nuestro entorno en aras de la productividad y la rentabilidad, nos estamos perdiendo el valor de darle a cada cosa su lugar, su tiempo y su importancia. Nos estamos perdiendo el disfrute de este trayecto llamado Vida que se nos va en un abrir y cerrar… de pestañas de ángel.

Mi amigo concluía con una afirmación contundente que comparto al cien por cien: «No entendemos lo desconectados que estamos de la propia esencia de lo que representamos». En efecto, no entendemos que existe un ciclo sin fin que lo envuelve todo… aunque nos lo haya dicho El Rey León. Y no entendemos que a nuestro egocentrismo también le tocaría estar, aunque fuese de vez en cuando, fuera de temporada.