Durante el resto del año puedo ser un aburrido profesional de lo mío, pero una semana al año, lo confieso, soy eurofán. Este año lo puede uno decir con orgullo, porque la televisión pública NOS, de los Países Bajos, ha celebrado la edición número sesenta y cinco del Festival de Eurovisión como se merece después de un año de obligado barbecho a consecuencia de la crisis del Covid-19. 3.500 personas han asistido a las diversas galas celebradas en el Róterdam Ahoy, bastantes menos que de costumbre, con estrictísimas medidas de seguridad sanitaria.

Italia se alzó con la victoria final gracias al cuarteto Maneskin y su Fuori di Testa. Una banda de rock pone patas arriba el concurso musical más importante del mundo, una marca de prestigio que ha sabido resistir todas las dificultades imaginables, salvo la derivada del coronavirus. La posibilidad de que el vocalista del grupo, durante una votación de infarto en que se impuso a las candidaturas de Francia y Suiza, hubiese consumido algún tipo de droga a los ojos de los millones de espectadores está siendo el gran eurodrama del año, a tenor de una ciertamente sospechosa y fugaz imagen de la final. El debate es mucho más profundo de lo que parece, por cuanto hace muchos años que en las televisiones públicas no se anuncia ni tabaco, ni alcohol, pero esto no hace más que añadir púrpura al evento. Damiano David, que así se llama el líder del grupo, un excelente cantante de arrolladora personalidad, negó el hecho nada más alzarse con la victoria y hasta se sometió a un test que dio resultado negativo.

En medio de este cosmos apasionante que es Eurovisión, un grupo de países como Ucrania, Suecia, Francia o la propia Italia -que no ganaba desde 1990 y llegó a retirarse un tiempo por no lograr las clasificaciones esperadas- se toman en serio lo mucho y bueno que aporta la victoria final. En 2022, hasta once ciudades podrían tomar el testigo de Róterdam y, recibir a millares de fans atraídos por la belleza de la tierra de la pasta, prestos a dejarse los euros en hoteles, apartamentos, restaurantes y transportes. ¿Quién puede renunciar a los cien millones de beneficios que, por ejemplo, dejó la cita celebrada en Lisboa en 2018? Supongo que RTVE y poco más. Pese a que el ente público desatiende un vehículo brutal de promoción y se limita a cumplir mediocremente con el trámite, arrastrando el prestigio de todo el país por Europa, el formato fue seguido nuevamente por más de cuatro millones de espectadores, solo contando la vía convencional. Eurovisión interesa, pero en España no recibe el trato que merece.

En 2021 hemos sido penúltimos, un nuevo bochorno continental que solo obedece a una pésima preparación de nuestra televisión pública, que sigue ensayando excusas que justifiquen un hecho incontestable: Desde 1969 España no gana el Festival, la última vez entre los cinco primeros ya se pierde en 1995, y desde entonces solamente se ha pisado el Top10 en siete ocasiones. Lo que predomina son las últimas plazas. El dato: Doce de las últimas dieciséis actuaciones españolas han merecido un puesto por debajo del veinte.

Visto el nivel de excelencia y espectacularidad adquirida, hace mucho que no se puede engañar a nadie con absurdeces como que “es un concurso friki”, que los países vecinos se votan entre ellos o que solo ganan canciones en inglés. Ahí están los tres primeros lugares para apuestas de calidad en su idioma: Italia, Francia y Suiza, lo mismo que el quinto, Ucrania. ¿Acaso se hace mejor música en Chipre, Albania o Malta? Lo dudo. Como también veo difícil sostener que 38 países de Europa nos odien: Sencillamente no les gusta lo que presentamos.

Habría que replantearse la forma en que España acude a la fiesta europea de la música: Más de cincuenta años después de la victoria de Massiel en 1968, cinco generaciones de españoles ya sabemos lo que es ganar el Mundial de Fútbol y el premio Óscar, pero seguimos sin sentir el orgullo de ganar Eurovisión. El orgullo de ser muy españoles y mucho españoles.