El rey Hassan II, que tenía sus cosas pero que era un hombre muy inteligente, dijo un día que España y Marruecos no debían «insultar al futuro». Porque lo compartiremos. Dentro de cien o mil años pasarán muchas cosas, pero salvo un desastre telúrico de inimaginables consecuencias, ambos países seguirán uno junto al otro y será mejor para ambos entenderse que llevarse mal.

El tiro por la culata

Lo que pasa es que entre dos vecinos con relaciones tan intensas los desacuerdos son inevitables y, por eso, no importa tanto que existan como la voluntad política de resolverlos con ánimo constructivo. Nuestras relaciones son apasionadas, no dibujan una línea recta sino quebrada, en forma de dientes de sierra, de manera que a momentos de placidez siguen otros de borrasca, que en algunos casos pueden deberse a razones de política interna marroquí, algo que tampoco ahora habría que excluir completamente.

Por eso, durante mi etapa como director general de Política Exterior para África, el ministerio de Asuntos Exteriores elaboró la «doctrina del colchón de intereses», que pretendía desarrollar entre España y Marruecos una red tupida de relaciones en todos los ámbitos, que actuara como amortiguador cuando llegara la inevitable crisis. Como resultado, hoy somos allí un inversor y socio comercial preponderante, tenemos extensos programas de cooperación y una labor cultural que incluye diez colegios y cinco institutos Cervantes, y todo eso nos da un enorme atractivo como país. Pero también tenemos una frontera muy complicada, porque hay pocas en el mundo con una diferencia de renta tan grandes entre países vecinos, y eso también provoca resentimiento y presión migratoria hacia lo que muchos imaginan como Eldorado.

Tenemos, sin embargo, dos desacuerdos que no encuentran solución: Ceuta y Melilla (con los peñones y las islas Chafarinas) y el contencioso del Sáhara. Sobre el primero hay que aprender a convivir con dos posturas irreconciliables: la intocable soberanía española y la irrenunciable reivindicación marroquí. No es fácil. Por eso, si el presidente Aznar no hubiera respondido con firmeza a la crisis del islote de Perejil hubiera enviado a Marruecos una señal de debilidad, que con seguridad hubiera invitado a nuevas equivocaciones. Y, por eso mismo, el presidente Sánchez hubiera debido responder al cierre unilateral por Marruecos del paso fronterizo de mercancías de Melilla, hace un par de años.

Para España, el Sáhara es a la vez un problema de política internacional y de política interna, y eso a Marruecos le cuesta entenderlo. Fuimos potencia colonizadora del territorio hasta que nos echó de allí la Marcha Verde, cuando Franco agonizaba, dejando un profundo resentimiento tanto en la derecha, que sintió mancillada la imagen del Ejército, como en la izquierda, que sintió que abandonábamos a los saharauis. Rabat querría que ahora reconociéramos su soberanía sobre el Sáhara Occidental, como hizo Donald Trump, y le cuesta aceptar que no lo podamos hacer. Cuando además recibimos de tapadillo al líder del Frente Polisario, por razones estrictamente humanitarias, Marruecos se ha indignado. Es muy ingenuo pensar que, aunque Brahim Ghali viajara con nombre falso y pasaporte diplomático argelino, iba a escapar al escrutinio de servicios de inteligencia marroquíes, que tienen mil ojos en España. Es un asunto que se puede complicar más.

Si a estos problemas Marruecos añade una avalancha artificial de 8.000 inmigrantes en Ceuta, poniendo en riesgo vidas humanas, la crisis está servida, aunque yo creo que la protesta se le escapó de las manos. Marruecos debería saber que por las malas no va a conseguir nada, como ya le ocurrió en Perejil. Y ha cometido un grave error, porque aumenta nuestra desconfianza histórica hacia el vecino del sur; porque proyecta una pésima imagen de un país del que la gente huye en masa, en cuanto tiene oportunidad; porque la españolidad de Ceuta y Melilla ha salido reforzada, no solo con la oportuna visita del presidente Sánchez sino con el respaldo explícito de toda la Unión Europea; y porque no ha cambiado nuestra postura sobre el Sáhara. Lo que se dice hacer un pan con unas tortas.

Esperemos que ahora se calmen los ánimos, que las aguas vuelvan a su cauce y que se normalice la relación entre dos países grandes y amigos. Ambos ganaremos con ello.