Ayer se presentó (y uno no pudo asistir) una benemérita iniciativa civil y civilizadora, el Observatorio Cultural Domingo Pérez Minik, que si cumple medianamente sus objetivos, puede suponer una novedad transformadora en la fiscalización de las políticas públicas en materia cultural y en la creación de un nuevo espacio de crítica y debate. Es una noticia sugerente y esperanzadora, sobre todo después de esta larga, dolorosa y paralizante pesadilla pandémica. Ponerse bajo la advocación de don Domingo Pérez Minik es a la vez un reconocimiento a un magisterio irrepetible y la aceptación de una exigencia intelectual y moral, precisamente, la que caracterizó como ciudadano maltrecho y escritor robinsoniano a un maestro tinerfeño y universal. Fue del mundo desde aquí. Esa fue una de sus lecciones. No existe contradicción entre el compromiso vanguardista y el conocimiento y respeto a la tradición ni entre la vocación universalista y los pies en la tierra, los oídos en el aire de los versos del país, el corazón en el barro de su historia. Cuesta trabajo, es cierto. El trabajo de ser hombre o mujer adulto, de que no te fulmine la lucidez, de admitir que no siempre se pueda o se deba ser comprendido.

Nunca le dirigí la palabra a Pérez Minik. Me hubiera aterrado. Para mí era un animal mitológico que había sobrevivido a la pobreza, a la guerra civil, al fascismo, a leer y escribir largamente sobre cosas que no interesaban a sus paisanos y que apenas entendían los escritores locales de lo más oscuro de la noche franquista. Ahora es un clásico, un clásico poco leído, por supuesto, como todos nuestros pobres clásicos, y ya forma parte de nuestro canon, siempre tan frágil, siempre tan por apalabrar. Pero no fue fácil ser Pérez Minik, como no fue fácil ser Agustín Espinosa, que murió enseguida, ni Gutiérrez Albelo, que se sobrevivió como su propio fantasma católico y sentimental. A Domingo López Torres lo mataron con una saña bestial y lo arrojaron al mar como carnaza a los peces. Por cierto: no he leído todavía la novela de Juan Manuel García Ramos. La leeré como tal, como un relato de ficción, y me abstendré de tronantes juicios morales. La pasión de indignarse debería ser combatida por la pasión por entender, aunque se tenga toda la razón, tal vez, especialmente, cuando se tiene la razón. Hay gente muy mayor a la que todavía fascina y arrebatan las condenas fulminantes sobre lo que consideran una propiedad intelectual o moral suya y solo suya. Debe ser que yo, todavía, no soy tan viejo, pero no seamos demasiado optimistas: todo llegará y mucho más pronto que tarde.

Quiero decir, si me lo permiten, que Domingo Pérez Miñik no es de nadie, porque es de todos, incluso, aunque quizás no lo sepan nunca, de los que jamás se les ocurrió ponerle su nombre en la calle en la que vivió durante décadas y una placa, una sencilla plaza, en el inmueble del principal ensayista canario del siglo XX y de uno de los escasísimos intelectuales del país. Un gran escritor –y para nosotros don Domingo lo es necesariamente- deviene un patrimonio común o no es de nadie, y queda reducido a la adoración de una secta o a una ficha bibliográfica. Más allá de nuestras adscripciones, filias y manías lo que cabe es tomar sus lecciones y acercarlas a nuestras actitudes cotidianas: una curiosidad viva y elástica, un sentido profundamente hedónico de la lectura y de la escritura que le concede a su prosa un intenso sabor de oralidad, la combinación perfecta entre la emocionada admiración por la grandeza y la sangre fría valorativa, el anhelo de salir corriendo y el de saber volver, el interés indeclinable por los grandes debates políticos y culturales delmmundo y la atención comprometida y batalladora hacia su ciudad, hacia su isla, hacia todas las islas y relatos y ritmos y palabras de su país atlántico Nada de convertir a Pérez Minik en una bandera, él era un hombre sin banderas ni banderías, y todo para aprender de su ironía, de su compromiso y de su inteligencia creadora.