Lo siento Chava. Lo siento Jesús. Lo siento Javier, Carlos y tantos otros que no me acuerdo. Ustedes no eran gente de izquierdas. Por mucho que se leyeran a ese peñazo de Rosa Luxemburgo o llevaran prolijamente subrayado a lápiz El Capital de Marx. Por mucho que imprimieran en la vietnamita los panfletos que luego tiraban en los pasillos de la Complutense.

Ustedes no eran gente de izquierda, aunque no lo supieran. Porque les gustaban los bares más que el comer. Porque siempre quedaban en un jodido garito. Como aquel mítico de Embajadores o en la cervecería en Santa Ana o en los antros de Malasaña. Ustedes no eran rojos, aunque se lo creyeran, porque los socialistas, según la vicepresidenta Carmen Calvo, hablan de ex parejas, de cañas y de latas de berberechos.

Desconozco qué tipo de daño neuronal parecen estar sufriendo algunos políticos españoles. Pero, de verdad, no se pueden decir más tonterías. La señora Calvo se ha creído en la obligación de hacer algún comentario ocurrente sobre la paliza que les metió Isabel Ayuso en Madrid. Y no ha tenido mejor idea que hacer una confusa composición literaria aludiendo al fascismo, los campos de exterminio nacionalsocialistas, los bares y las libertades. Todo, supongo, para sugerir a Isabel Ayuso en el lado de los nazis, pasando a través de los berberechos. Ni a uno de ellos –un berberecho– se le habría ocurrido ese disparate.

Si algo tuvo la izquierda española –cuando ser de izquierdas sí era peligroso– fue su afición por la mala vida. Que era la buena. Frente a la gazmoñería católica y la teoría del pecado, herencias del franquismo, la transición española fue un saludo a la libertad noctámbula, a las cañas y la vida tabernaria. La movida madrileña era una noche que se movía. Dicen que en Madrid hay sobre quince mil bares. Hasta pocos me parecen para la cantidad de gente que disfruta de ese deporte nacional donde verdaderamente destacamos: el levantamiento de cristal.

Pedro Sánchez trató de animar a su entristecida tropa tras la derrota diciéndole aquella famosa frase de Torrijos –el amigo de Felipe González– que si te aflojas te afliges y si te afliges te aflojas. Debería haber dicho algo más del tipo de: “Y además os pido que, dentro de lo posible, dejéis de decir tantas tonterías”. Porque una cosa es perder las elecciones y otra distinta es perder el tino.

A la señora Calvo, firme defensora de la sanidad pública que ingresó en una clínica privada creyendo que estaba contagiada por el coronavirus, le sale humo de la azotea política. Y está ahumada porque Ayuso les ganó el discurso y la calle. Porque jugó a un eficiente patriotismo facilón: el madrileñismo. Un nacionalismo de baja intensidad, como el otro de la geometría variable. Y claro, sienta mal que te den las pastillas que tú recetas.

Calvo debería replantearse su alergia a la cerveza y los berberechos. Y pensar que no es casualidad que una de las zonas más famosas del edificio de la Presidencia de este país, la Moncloa, sea La Bodeguilla.