Corría la década de los sesenta. Pleno franquismo desarrollista, una denominación blandita para un régimen duro. Un día de marzo, Ramón estaba apoyado en la barandilla de un imponente mirador de su Algeciras natal. Siendo un niño de apenas 10 años, su padre se acercó tras una jornada en el taller para formularle una pregunta aparentemente capciosa que supondría una lección de vida y tolerancia. Le preguntó cuál era su nacionalidad y religión. Ramón, sorprendido y casi en tono jocoso, respondió que, desde luego, era español y católico. Su progenitor, no tardó en invitarlo a reflexionar con un argumento tan asequible como determinante: “Eso es relativo, y te voy a explicar por qué. Es verdad que eres español y católico, pero solamente porque has nacido en esta ciudad. Si el destino hubiese querido que tu cuna estuviera seis kilómetros al este, en el cercano Gibraltar, serías entonces británico y anglicano. Sin embargo, quince kilómetros al sur, en África, serías marroquí y musulmán. Comprendes ahora por qué digo que tu nacionalidad y tu religión son solamente relativas y basadas en la combinación de circunstancias que resultan imposibles de anticipar y evitar”. Hoy más que nunca necesitamos miradores, versos racionales que nos hagan comprender que las fronteras físicas y morales que legitimamos nos conducen irremediablemente al mirador de Algeciras; las fronteras no son naturales, obedecen a hechos políticos que condicionan la vida de sus habitantes. Desde atalayas como las de Algeciras las distancias nos demuestran la porosidad de las banderas y la permeabilidad de los discursos ultranacionalistas que tantos apátridas éticos diseñó. Y desde esas alturas deconstruimos los discursos en bares y peluquerías, desmontando mantras que nos conducen al camino de la ignorancia, porque la distancia física entre un rico empresario y un humilde obrero se mide con el mismo sistema métrico. Y la cosa no está tampoco para jalear las banderas y competir en la Liga de los Patriotas. Mientras vemos quién es más o menos español, al otro lado de la frontera se juega la realidad. Según datos de la Agencia de la ONU para los Refugiados, al menos 10 millones de personas en el mundo son apátridas y un tercio de ellas son niños. Al no ser considerados como nacionales por ningún Estado, los apátridas no gozan de derechos básicos como la educación o la salud. Algunos países toman medidas para que cada día sean menos las personas en esta condición en el mundo. Aunque los Estados se reservan el derecho para decidir quiénes son considerados como sus nacionales, hay que recordar que la nacionalidad es un derecho humano fundamental que no se ha respetado. La ilustradora Quan Zhou Wu dijo una vez que “mi identidad no está definida ni por mi nacionalidad ni por mi pasaporte, no soy solo española, soy española de nacimiento, andaluza de corazón, de ascendencia china, me encanta la comida japonesa, tailandesa, mexicana y todo lo que esté bueno, adoro hablar más de tres idiomas en una noche, aunque sea malamente, tengo amigos de más de 19 países del mundo (entre ellos Siria y Kurdistán), en resumen, soy ciudadana del mundo”. Y esa, sin duda, es la mejor pedagogía para la integración y el progreso social. Ocupemos los miradores, como en Algeciras, porque hoy y mañana habrá más atalayas libres para patrimonializar la tolerancia y el respeto. Hagámonos otra vez esa pregunta.