Pedro, sobre esa piedra edificarás tu iglesia. Así habló el dios de la política española. Pedro vino primero. Y después Pablo. Y después Santiago. Y luego un joven Albert que se fotografió desnudo, como el destino lo trajo al mundo. Eran los hijos de un sueño: acabar con el caduco bipartidismo que había funcionado desde la transición. Un modelo acabado –decían– un turnismo entre los dos grandes partidos que eran sustancialmente lo mismo: casta, puertas giratorias, influencias... partitocracia.

¿Y qué ha pasado en estos pocos años? ¿Qué es ahora nueva política? Pues más de lo mismo. La vieja política devoró sus pretensiones e hizo una satisfecha digestión de todos sus sueños y promesas, diluidos en los eficientes intestino de la casta. Ya no hay dos partidos, pero sí dos bloques. Y la brecha entre ellos se ha convertido en un abismo tenebroso y oscuro. Los jóvenes líderes han padecido una progreria vertiginosa, han asesinado a sus compañeros de viaje, han medrado para colocar a sus aparatos, se han deshecho en guerras intestinas, en envidias, en zarpazos, en zancadilla y han terminado mimetizándose con aquellos a quienes tanto criticaban.

Hace años, a los políticos y a las fuerzas de seguridad del Estado no los amenazaban: los mataban de un tiro en la nuca o con una bomba. A los empresarios les enviaban cartas de pasta o plomo. A los políticos, socialistas o populares, les convertían la vida en un infierno. La política de hoy presenta como un escándalo novedoso que un extremista imbécil haya mandado unas balas por correo. O que un trastornado mental haya enviado una navaja a la ministra de Turismo para ser rápidamente localizado por la Policía en una eficiente y veloz investigación sin duda facilitada en algo porque el remitente pusiera su verdadero nombre y dirección al dorso del envío. Pero las víctimas de las amenazas de hoy, cuando claman cordones sanitarios, se olvidan de las de ayer. Las ochocientas que no están, aunque estén haciendo política los herederos de quienes les mataron.

Lejos de traer aire limpio, la nueva política nos ha llevado en un viaje vertiginoso hacia las viejas dos Españas. No han traído la concordia, sino la intolerancia. No han aportado ni un gramo de paz. El tacticismo electoral, el uso y abuso de la comunicación como arma de destrucción masiva, nos ha sumergido en una espiral de crispación que ahora se intenta justificar en que existe una extrema derecha fascista. Antes la casta, ahora los fachas. Proponer echarlos de la democracia. Y lo dicen los mismos que defendieron que, al abandonar la lucha armada y el asesinato, los gudaris vascos tenían que ser aceptados en el ejercicio de la política parlamentaria.

Hay que desterrar a los violentos, racistas y fanáticos de la política. Y del fútbol. Y, en general, de la sociedad. Pero no se pueden confundir las ideas, por odiosas que parezcan, con los actos. Porque quien está en contra de las ideas, sean las que sean, está en contra de la libertad.

La crisis de inmigración ilegal hacia Canarias es una inagotable fuente de pronunciamientos, críticas, propuestas de solución, protestas o rechazos. De vez en cuando surge una noticia impactante. Como ya ocurrió con el cadáver de un niño en una playa de Turquía, cuya foto impactó más que los anónimos centenares de niños que se perdieron en el fondo del Mediterráneo. Esta vez han sido los 17 muertos que llegaron hasta las cercanías de El Hierro, pasajeros de una travesía macabra a la que solo sobrevivieron tres personas. Son muchos más los que se han perdido en el Atlántico, pero a esos nadie los ve. Y en medio de este desastre, está pasando desapercibido que Canarias esté atendiendo casi dos mil ochocientos menores –a fecha de febrero– sin que ni las autoridades de la Administración central ni la mayoría de las Comunidades españolas hayan dado la más mínima muestra de solidaridad. No es justo, no es racional y no es aceptable que Canarias tenga que asumir en solitario esa responsabilidad. No hay excusas que valgan. Es impresentable que esto esté ocurriendo. Y es inexplicable que el Gobierno del archipiélago se esté mordiendo la lengua hasta hacerse sangre para no denunciarlo. Canarias está dando la talla en la atención a esos menores, como no podía ser menos. Pero el abandono y el pasotismo del Gobierno peninsular clama al cielo.