El otro día, en el centro de este pueblo tan vegetal, que un día soñó con ser gran capital, alguien descubrió el cadáver de uno de esos mendigos que duermen en nuestros bancos y jardines. Llevaba demasiado tiempo sin moverse. Y las autoridades acudieron prontamente para llevarse el cuerpo: los muertos visten mal.

Las calles están llenas de vida amenazada. Gente flota en el desastre agarrado a una guitarra o a un teclado. Que vende dulces, plantas, calcetines o perfumes dudosos. El rostro de la industria callejera de la supervivencia. Dieciocho mil familias sin vivienda. Doscientos ochenta y tres mil hombres y mujeres sin trabajo. Los número no se ven, pero esos rostros callejeros sí. Seres humanos que la sociedad escupe como trozos de carne masticada para acabar muriendo en un jardín.

Cada vez hay más náufragos a la deriva, buscando refugio en las esquinas. Gente sin hogar que ya no tiene sitio en ninguna parte. Personas que rebotan, de un lado para el otro, esquivando dentelladas del hambre. Piensas que ese dolor no va contigo, hasta que un viejo conocido te cuenta, con los ojos rotos, que le han echado de una casa que ya no podía pagar. Porque un día perdió su trabajo. Y su pareja también. El amargo descubrimiento de que la pobreza no estaba en los telediarios, sino que había venido de visita y estaba llamando a la puerta.

Primero fueron las estrecheces: privarse de cosas, vender el coche, echar mano de los ahorros, tirar de la familia y los amigos... Pero la soga seguía apretando. Y hasta los niños empezaron a darse cuenta de que los padres también lloran cuando piensan que nadie los ve. Tu antiguo conocido es ahora un zombi que no sabe a dónde ir, ni qué hacer y que solo quiere morirse de verdad, porque cree que le ha fallado a los suyos. Y entonces sientes un miedo que te roe las entrañas. El egoísmo de saber que también te puede pasar a ti.

Siento ganas de vomitar bilis cuando escucho hablar a la política. Más venenosa cuanto más humana pretende ser. Cuando se cuentan millones con blanquecinos dedos de tecnócrata y se presume de grandes planes. Cuando entran y salen de sus edificios de hormigón protegidos por hombres armados. La gente solo pide un trabajo digno para poder comer. Y no son capaces de dárselo. No habrá dinero para salvarnos a todos. Solo se salvarán los que flotan en despachos insumergibles y grandes vehículos oscuros, de cristales tintados.

Los nuevos zombis están ahí fuera. Durmiendo entre plásticos. Haciendo cada día la procesión para que les den una sopa y un bocadillo en esa puerta donde saben que pueden llamar. Consiguiendo unas monedas para enterrar el pensamiento en el estupor del vino. Vendiendo unas pulseras. Sobreviviendo un día más. Esperando que ocurra un milagro que nunca llega.

Mañana, al pasar por delante de un jardín, descubriremos el cuerpo inmóvil de otro vencido. Y llamaremos cívica y diligentemente para que le retiren de la calle. Porque los muertos dan mal olor.