No sonaba Silvio Rodríguez. Tampoco Eric Clapton. Era una balada de trompeta que vaticinaba de forma sorpresiva un cambio de tendencia en la chiva rumbera. Ni la orquesta Maracaibo ni Don Omar, solo ese halo enigmático que desprende el instrumento de viento que a partir de ahora iba a amenizar el trayecto habitual de la guagua pública 103. Ataviado con el uniforme corporativo, su prestancia era más de portero de discoteca que de conductor, seco y poco hablador, no por sabio, más bien por bruto. Jamás lo he oído dar los buenos días o hacer el mínimo gesto de bienvenida. Ejemplifica en la práctica el manual perfecto de lo que nunca hay que hacer para trabajar cara al público. Sonaba la trompeta a través de un equipo musical incorporado en las modernas guaguas que nos brindan los pasajes matutinos, siempre con poca afición como consecuencia de los AirPods que cargan los más madrugadores. Ventanas abiertas, por supuesto, como bien indica la empresa pública tinerfeña en todas esas campañas de redes sociales sobre las medidas de seguridad en los vehículos verdes. Pero en el Imperio había un Espartaco, un equivocado subversivo que pese a su cargo decidió adoptar ese guiño de rebelde manteniendo su mascarilla debajo de la nariz. Todo el viaje con la de tela (aparentemente) mal colocada, contagiando su incivismo a los pasajeros desaprensivos que decidían imitarlo. Es el pasotismo de la imprudencia, la dificultad de plantear los problemas de esencia, de sustancia, de las consideraciones racionales que no se pueden entender. Pero ahí iba ese cavernícola deleitándonos con su extravagancia a medida que avanzábamos por esas colas interminables de la TF-5. Más de una hora de trayecto alternando nariz y barbilla con garbo altanero. Nunca entenderé cómo pueden permitir semejante imprudencia y que nadie diga nada, porque lo que yo cuento lo saben los que lo ven. Y lo del aforo puedo asegurar que no se cumple, que soy asiduo cliente y no se respeta. Si la guagua se llena, seguimos para adelante y punto. Quejas y escritos en el buzón de sugerencias y reclamaciones que son sofocadas con un mensaje de optimismo: “Procuraremos que no se vuelvan a repetir ese tipo de situaciones; hemos reforzado el control”.

Bien, pero en la estación de guaguas de la capital se fuma en el andén, en las escaleras y casi en cualquier punto de la instalación bajo la mirada, en ocasiones bohemia, de los que se supone deben controlar la jungla. Al fin y al cabo, es el pasotismo de la imprudencia. La balada de trompeta avisaba de que el director de la sinfónica tenía claro que, si él llevaba la guagua, impondría su ley, convirtiéndose en el macho alfa de la manada. En una ocasión, en nivel 3, osé a pedirle amablemente que abriera la escotilla del vehículo para ventilar la parte delantera. Su respuesta no fue la de Sócrates: “Si quieres, levántala tú; qué quieres que te diga”. Así, sin mirarme como mínima medida de educación; sin la mayor muestra de atención para solucionar una situación que nos afecta a todos. Creo recordar que es la segunda vez que reclamo un poco de interés para el cumplimiento completo de las medidas sanitarias, porque en esta partida contra la pandemia no se puede jugar a empatar. No son mayoría, pero desde que una mínima parte incumpla, pagamos todos. Es la historia de todos los días. Ayer no sonó la balada de trompeta. Ayer también tenía la mascarilla debajo de la nariz.

@luisfeblesc