Canarias vive un fenómeno de llegada de migrantes similar al de la crisis de los cayucos en 2006, de ahí que algunas de las recetas que se utilizaron en aquel momento -Frontex, ofensiva diplomática y cooperación policial- sean rescatadas o reclamadas para hacer frente al crecimiento migratorio desde Marruecos, Senegal o Mauritania. Sin embargo, las experiencias vividas en las últimas semanas abonan la idea de que 15 años después nos encontramos en un contexto nuevo: por un lado, están los motivos exógenos provenientes de una situación internacional distinta con una UE volcada en los estragos sociosanitarios y económicos de la pandemia, que a su vez incide en el precario día a día -crisis alimentaria- de los países emisores. Y por otro lado, los endógenos, principalmente el arraigo alcanzado por los comportamientos xenófobos y violentos entre determinados segmentos sociales, estimulados por los bulos en las redes y por un argumentario político de ultraderecha con representación institucional. A ambas novedades se une, en el Archipiélago, como no podía ser de otra manera, las consecuencias de la emergencia sanitaria en la economía local y en la supervivencia de unas familias desesperadas. Una tormenta perfecta.

Centrándonos en los cambios en la recepción social del fenómeno migratorio, la urgencia está en cómo gestionar la convivencia estable con 7.000 migrantes, una coyuntura que, en principio, parece insalvable dado el empeño del Gobierno de Madrid por hacer de Canarias un punto caliente de acogida. Una opción que no debe derivar hacia un problema de pobreza, mendicidad, seguridad y gueto, alteraciones que confluyen finalmente en rechazos con protestas, actos de violencia, opiniones xenófobas y bulos que magnifican, manipulan e inventan los hechos. Los siete ministerios de los que depende la migración cometen un error de manual dando a la acogida un mero carácter habitacional, hurtando a las autoridades locales los medios para contribuir a una integración que se aleje de los procedimientos no humanitarios.

La Delegación del Gobierno ha demostrado que los migrantes están detrás del 1,1% de las infracciones cometidas en Canarias entre noviembre y enero, un porcentaje ínfimo que desmonta la campaña que vincula la llegada de pateras con delitos protagonizados por los recién llegados. La Fiscalía ha abierto una investigación para descubrir quiénes difunden este tipo de falsedades, pero las sucesivas falacias también deber ser un acicate para que el Estado despliegue su paraguas protector sobre unos migrantes expuestos al concurso de los discursos de ultraderecha, de fácil aceptación social como consecuencia de una economía desarbolada por una pandemia que erosiona el equilibrio de los hogares canarios.

La migración necesita una atención dedicada a evitar el mayor número de tensiones posibles con la población natural. El sentido común aconseja un conocimiento por parte de los migrantes, aunque sea a vuelapluma, de la sociedad en la que se encuentran, de su religión, costumbres, sexualidad, educación e idioma, aspectos claves para evitar una inserción traumática en un espacio geográfico extraño. Nada distinto a lo que se ha hecho en otros países europeos, tanto para colectivos migrantes como para los que alcanzan la condición de inmigrantes al enraizarse en el territorio de acogida. Las actuaciones integradoras pasan, claro está, por elevar las mejoras en las condiciones de vida y evitar por todos los medios caer en el terrible método de los campamentos con miles de individuos hacinados. El Ejecutivo de Sánchez ha contraído una alta responsabilidad en este sentido al elegir Canarias como ‘muro’ para la migración. De su gestión depende la imagen de unas Islas turísticas, pero también está en juego una estabilidad social asediada por el populismo de la ultraderecha y su sometimiento a una observación internacional que enjuiciará su proceder en la gestión humanitaria.

Hasta ahora, los pasos dados por el gabinete de la coalición PSOE-Unidas Podemos no han sido ejemplificadores. Desde la etapa crítica del muelle de Arguineguín no ha habido entendimiento, sino más bien cierta altivez y carencia de sensibilidad en asuntos como la ocupación de hoteles y apartamentos. Una situación, por otra parte, que se ha enquistado más, si cabe, con un Gobierno de Canarias desbordado por la pandemia y sin capacidad para presionar en Madrid, aunque sólo sea con gestos políticos. Sólo hay que ver el recorrido que ha tenido la carta de 48 cargos públicos de Unidas Podemos en las Islas donde manifiestan su “hartazgo” ante la política migratoria del Ejecutivo nacional del que ellos forman parte. El Archipiélago se ha diluido y parece no alcanzar las cotas de poder necesarias para exigir la consideración merecida frente al drama que padece.

Pero también las distorsiones han puesto en evidencia la falta de altura de miras de representantes locales, que con su falta de tacto contribuyen a aumentar el estado de malestar. Deben ser conscientes de que sus proclamas territoriales contra los repartos de migrantes le hacen el juego a los discursos xenófobos. Sin renunciar a lo que se estima como justo e injusto, la responsabilidad requiere del valor de una ética, de sopesar las opiniones con el objeto de evitar situaciones de confrontación social. Ello no quiere decir que no se pueda exigir un ‘mando único’ en Canarias para la migración o que se interrogue a Interior sobre las diferencias entre la Policía Nacional y la Guardia Civil en la operación del Frontex. No, hablamos, por ejemplo, de los que soliviantan a sus vecinos con datos inexistentes sobre el incremento de la seguridad ciudadana.

El Archipiélago no puede renunciar a un estado de alerta permanente frente al fenómeno migratorio, que, por desgracia, cada día se presenta con más hijuelas. Urge una comisión bilateral Estado-Canarias para el diálogo periódico sobre las decisiones que se toman en el ámbito de la migración, pero también para conocer cómo viven en campamentos, colegios, hoteles y apartamentos. El distanciamiento y la pugna política es el terreno idóneo para abonar situaciones indeseables que ponen en peligro la paz social, algo que algunos desean fervientemente.