Vengo de pasar unos meses en Berlín y he llegado a Madrid en lo peor, al menos por el momento, de una pandemia que a todos –expertos, autoridades y simples ciudadanos– nos trae de cabeza.

Estoy sobre todo asustado, que no asombrado, por la tremenda inconsciencia, si no irresponsabilidad, del Gobierno de la presidenta de la Comunidad madrileña, la pepera Isabel Díaz Ayuso, en su respuesta a la misma.

Escucho a su vicepresidente, Ignacio Aguado, de Ciudadanos, echar balones fuera al decir que el Gobierno autonómico no quiere adoptar más medidas y que si las cosas empeoran, debe ser el Gobierno de Pedro Sánchez quien las tome.

Había seguido puntualmente desde Alemania, gracias a internet, la desastrosa gestión que se está haciendo aquí de una crisis sanitaria cuya complejidad todo el mundo reconoce.

Sin embargo, confieso que no estaba preparado para lo que he visto en nuestra capital: todo abierto, escuelas o peluquerías, bares, grandes almacenes y –como para no creérselo– también discotecas.

Vivo además en un barrio relativamente próximo a la Universidad en el que abundan los colegios mayores y he escuchado la preocupación de muchos vecinos por el altísimo índice de positividad en esta zona.

Contrasta lo que aquí observo con la situación en Alemania, donde, pese a cierto desastre organizativo inicial y a las diferencias entre distintos länder (Estados federados), se toman mucho más en serio la gravedad de la pandemia.

En aquel país, con una tasa de incidencia muchísimo más baja –en torno a 100 por 100.000 habitantes en Berlín aunque se quiere rebajarla a la mitad– la hostelería está cerrada, como lo están también los comercios no esenciales e incluso provisionalmente las escuelas porque no existe certeza de que los niños no sean también en cierta medida foco de contagio.

Me entero con estupor, por otro lado, de la tremenda inmoralidad de algunos compatriotas nuestros: hombres públicos, militares de alta graduación, responsables de residencias, sindicalistas, familiares de unos y otros, e incluso de algún obispo que han decidido saltarse la cola para vacunarse.

Dicen algunos –hipócritamente, porque lo hicieron de tapadillo– que querían dar ejemplo y animar a los ciudadanos a vencer las resistencias que muchos tienen todavía frente a unas vacunas cuyos efectos a largo plazo se desconocen, pero que han demostrado al menos su eficacia frente al virus.

Hay reputados virólogos alemanes, entre ellos Christian Drosten, del famoso hospital Charité de Berlín, que afirman que con medias tintas no se logrará frenar la pandemia, algo que está consiguiendo, por ejemplo, Israel vacunando rápidamente a todos sus ciudadanos judíos, que no, por supuesto, a los palestinos de Cisjordania.

Mientras tanto en nuestro país, donde la derecha ha impuesto por desgracia en la diaria lucha política la dialéctica schmittiana –de Carl Schmitt– del “amigo/enemigo”, nadie quiere asumir la responsabilidad de tomar las medidas necesarias y urgentes, por impopulares que estas resulten en un primer momento.

Medidas no sólo para salvar vidas, que debería ser en cualquier caso lo prioritario, sino de paso también la economía porque está demostrado en los largos meses que llevamos de pandemia que de nada sirve imponer confinamientos para relajar las restricciones en cuanto baja un poco la curva de contagios.

El Gobierno de Pedro Sánchez no está siendo –preciso es reconocerlo– lo transparente, empático y tampoco lo valiente que debería ser frente a actitudes irresponsables como las de quienes gobiernan Madrid y se niegan empecinadamente a atender a razones.

Dicen estos que su prioridad es salvar la economía y uno se teme que, de seguir así, no sólo no la salvarán sino que seguirán perdiéndose vidas porque el virus no se ceba sólo en los ya jubilados, lo que es ya trágico aunque, para los cínicos, ello suponga un ahorro en pensiones, sino que tampoco se olvida de los más jóvenes.

Mientras tanto, los fabricantes de mascarillas, los laboratorios farmacéuticos que, gracias al dinero público, han podido desarrollar las nuevas vacunas, y, por supuesto los hospitales privados, que tienen un importante lobby en Bruselas, se hacen de oro.