El ministro de Universidades Castells dice (El Día, 24.01.2021) que quiere “llegar a la gratuidad total de la universidad pública” aduciendo que “si hay... una educación obligatoria pública universal y gratuita para todo el mundo, ¿por qué no se puede hacer lo mismo con la enseñanza universitaria?”. Sorprende el simplismo de la comparación, porque una y otra no son lo mismo. Ambos niveles de educación generan beneficios sociales, pero la universitaria o superior (ES) genera además apreciables beneficios privados, por lo que en el grueso de los países desarrollados se estima que, aun financiándose la ES mayormente con fondos públicos (que es lo habitual), quienes cursan la misma o sus familias deben contribuir a sufragar sus costes. Suelen destacarse como beneficios privados que los titulados universitarios obtienen –a lo largo de su vida laboral, como media– mayores ingresos que quienes no han cursado esos estudios, y que tienen más posibilidades de obtener un empleo y conservarlo, así como de conseguir mejores ocupaciones, lo que se confirma en los países de la OCDE. En España, los ingresos medios de los universitarios son (datos 2019) un 48% superiores a los de los titulados de secundaria superior; y su porcentaje de empleo supera (datos 2017) el de quienes solo tienen estudios secundarios (Panorama de la Educación, OCDE 2020).

Por tanto, en la mayoría de esos países las universidades públicas cobran tasas en la ES, si bien en casi un tercio del total las matrículas son gratuitas; en otro tercio (incluye España) las matrículas anuales son inferiores a 2.000 $, y en el resto van de 2.600 a 8.000 $ (OCDE, cit.). Empero, como tales cantidades no están al alcance de muchas familias, esos países cuentan con ayudas públicas al estudio (v.gr. becas y préstamos de diversos tipos y cuantías) para permitir el acceso a la ES de quienes tienen pocos medios. En España, potenciar esas ayudas parece más eficiente y equitativo que la gratuidad para todos que quiere el ministro.