Uno de los pilares sobre los que se basan las sociedades humanas es el respeto a la propiedad ajena. En España, con las propiedades pública no hay problema. Si se te ocurre ocupar un despacho para ponerte a vivir en un edificio oficial —en el muy dudoso caso de que te pudieses colar— te sacarían los antidisturbios a hostia limpia. Pero si entras en el piso vacío de algún desgraciado ciudadano, el asunto cambia drásticamente. Entonces intervienen las consideraciones morales.

La incompetencia política contemporánea sostiene que los ciudadanos tienen derechos y deberes. Los deberes los cumples o te desloman a multas, recargos y sanciones. Los derechos son un suponer. Una vivienda, un trabajo, una libertad... Si le debes dinero a tu ayuntamiento te embargan. Si el ayuntamiento te lo debe a ti, te jeringas indefinidamente. Lo público juega en otra liga. Es una oronda y feliz rémora inmune a las obligaciones.

El Gobierno canario lleva décadas echando una larga siesta en materia de vivienda. Hemos importado mano de obra foránea —a pesar de que siempre hemos tenido una tasa de paro que duplica la media nacional— y miles de emigrantes laborales se han acantonado, como han podido, en barriadas satélites alrededor de las zonas turísticas. En el extrarradio de los hoteles vive como puede el proletariado turístico que ahora está mano sobre mano, viendo cómo desaparecen sus escasos ahorros y temiendo perder la vivienda alquilada en la que empezaron una nueva vida.

No hemos sido capaces de construir viviendas públicas, a precios razonables, para la compra o el alquiler de las más de 18.000 personas que están en las listas de espera esperando un techo que no llega. El parque de vivienda pública no pasa del 0,8% de la población de las islas. Para llorar. Porque si se hubieran puesto viviendas baratas en oferta, el mercado se habría regulado a la baja.

El orden social es una permanente pugna contra la acumulación excesiva de la riqueza en pocas manos. Pero el desarrollo económico y social produce, inevitablemente, la acumulación de esa riqueza en manos de quienes son más competentes en sus desempeños o han tenido mayor fortuna. Esa tensión dinámica entre concentración y dispersión de la riqueza caracteriza el funcionamiento de todos los estados considerados democracias liberales. La propiedad está vinculada al principio de la libertad. Y la ‘propiedad colectiva’ no es más que el robo del patrimonio de todos gestionada por las élites que gestionan el aparato del Estado totalitario.

La actual doctrina de los neocomunistas, que se considera una novedad pese a ser tan vieja como la caspa soviética, es poner la carreta delante de los bueyes: la defensa de los inquilinos frente a los propietarios y la de los okupas frente a los dueños. Tienen la pretensión de marcar el precio al que debemos alquilar nuestras casas e impedir que se desahucie a quien no cumpla un contrato de alquiler. La ley de la selva, pero aplicable solo a los ciudadanos. Como no han hecho su tarea, como los malos estudiantes, pretenden copiar en el examen aprovechándose de los ahorros de las familias que se invirtieron en el refugio seguro del ladrillo.

Si tenemos alguna casa vacía, mucho ojo. La pinta que tiene esto es que acabará, vía función social, a disposición de los gorrones que nos gobiernan. Porque es más fácil hacer decretos confiscatorios, intervenir brutalmente los precios de arrendamiento y lesionar los derechos de la propiedad privada que construir las casas que la gente necesita con el dinero de nuestros impuestos.

Eso sí, las sedes de los partidos políticos, los grandes edificios ministeriales y los palacetes oficiales nunca serán ocupados, porque los vigila gente armada.