De todos los hackers y crackers que pueblan la internet profunda, a mí me tuvo que tocar en suerte don Roger.

Don Roger es un malvado y, sin embargo, algo torpe señor, que me escribió un día una misiva corta y directa, pero bastante cargadita de mala leche. La cosa es que no la leí hasta ayer, cuando me dio por revisar la carpeta de spam del correo por si se me había colado, qué se yo, algún asunto importante, como que un príncipe somalí me haya hecho su heredera universal, que los viajes todo incluido a Maldivas estén al 30 por ciento o que una honorable anciana de Bahamas quiera compartir su riqueza conmigo.

Total, que me dice don Roger en su carta, escrita en un inglés de la deep web impecable, que tiene en su poder una contraseña mía –que me muestra para que vea con mis ojos que es cierto, que no se inventa nada– lo que me causa un encogimiento de estómago inicial hasta que reparo en que no uso esa clave desde el año 9.

Continúa don Roger explicándome que no tengo salida, que estoy totalmente a su merced porque me ha grabado mientras yo visitaba páginas porno, y que, a medida que servidora perpetraba su escandaloso voyerismo, él iba haciendo su magia negra tecnológica creando una doble pantalla y consiguiendo espiarme a través de la cámara de mi ordenador, de modo que, si no le doy 4.000 eurazos en bitcoins de inmediato y sin posibilidad de negociar, le va a mandar a todos mis contactos un vídeo de la cara que pongo mientras veo la peliculita X.

Se permite, además, don Roger, hacerse el gracioso diciéndome que tengo muy buen gusto eligiendo cine para adultos y añade un “ya me entiendes”. (No lo entiendo).

Don Roger viene a ser el equivalente al abusón o abusona del colegio y poco sabe él lo curtidísima que estoy en esas lides y lo supervivientísima que soy de todo. Si el pérfido hubiera investigado un poco, nos habría ahorrado a ambos este bochorno y esta pérdida de tiempo.

Obviando el hecho evidente de que don Roger me confunde con otra persona, en concreto, con una persona que tiene 4.000 euros, es evidente que el hombre está haciendo mal el mal y es posible que, a estas alturas, sus jefes lo hayan echado por su falta de habilidades delincuenciales.

Porque el osado ciberbandido, sin duda venido arriba, se atreve, también, a darme un rango de fechas en las que yo, supuestamente, estaba viendo porno tan feliz y poniendo caras explícitas de ver porno. Y ahí es donde, definitivamente, acaba mi zozobra y empieza mi alivio por no tener que ir a pedir un préstamo para pagarle la extorsión a don Roger.

Si don Roger me hubiera dicho, por ejemplo, que me ha grabado mientras encadeno documentales de asesinos en serie o leo libros interminables de comunicación o hago cursos online para enfrentarme al duro abismo de la revolución tecnológica o lloro y maldigo mi suerte, lo habría creído de inmediato y ahora don Roger tendría en su cuenta 4.000 euros en criptomonedas y yo estaría más pobre de lo que la pandemia me dejó.

En cambio, a día de hoy, don Roger no tiene un chavo de mi peculio y yo tengo unas ganas enormes de reírme de lo disparatado que resulta que don Roger haya podido siquiera imaginar que, en estos meses aciagos de confinamiento, cese de actividad, tristezas, caos y catástrofes de todo signo, haya tenido yo remotas ganas de ver a gente haciendo posturitas y prodigios sexuales en mi cara y –sobre todo– sin mascarilla. Con lo estricta que me he vuelto con la profilaxis.

Ay, don Roger.