Por extraña coincidencia, se cumple hoy el 40 aniversario del fallecimiento de María Moliner, probablemente la más grande lexicógrafa española ¬–incluyendo a los lexicógrafos– y autora del admirable Diccionario de uso del español, publicado en la edición original autorizada por ella en 1966-67. Despreciada por la RAE, en cierta ocasión lanzó una pulla a la institución al decir que “el diccionario de la Academia es el diccionario de la autoridad... en el mío no se ha tenido demasiado en cuenta la autoridad...”. Uno hace tiempo que se la concede y su obra –que iba a ser un “pequeño diccionario”, y que le acabaría llevando más de 15 años– es el único glosario que manejo. Por eso, aprovechando la coincidencia con el debate en torno a un minúsculo fragmento de la entrevista que le hicieron al vicepresidente segundo del gobierno, y con el propósito de entenderlo, he acudido a consultar la definición de la RAE, citada por Isabel Serra –incluida su versión jurídica– y la de la filóloga zaragozana. Para la Academia, exiliar es un verbo transitivo que significa “hacer salir de la patria”, es de suponer que al exiliado, mientras que expatriarse significa abandonar la patria, “generalmente por motivos políticos”. Desde su intuición, María Moliner define exiliar con algo más de agudeza como “marcharse alguien de su patria obligado por las persecuciones políticas u otras circunstancias”. En ambos casos no parece muy difícil conceder a Puigdemont la condición de exiliado o expatriado, si se quiere, al igual que la de fugado con casa en Waterloo. Lo cual lleva a pensar que cualquier interpretación lexicológica es susceptible de visiones y posiciones diferentes, tan legítimas unas como sus contrarias, y utilizable políticamente cualquiera de ellas. Resulta curioso el éxito de audiencia de unos 30 segundos de entrevista, en los que Pablo Iglesias patinó con poca prudencia al aceptar una comparación que el periodista le servía en bandeja de plata envenenada, tal vez a gusto y con su consentimiento, lo que despertó la gula de un amplio espectro de la clase política y de opinadores variados, frente al escaso interés por analizar el resto de sus respuestas. Es posible que el vicepresidente, en su afán por subrayar la condición de escapado del rey emérito –porque de naja salió también, y sin dar explicaciones–, cayera en la trampa de aceptar en el mismo saco a un burgués supremacista y cobardica, como Puigdemont, a un rey con escasa vergüenza y presunto defraudador fiscal, y a los miles de españoles y españolas que huyeron de una dictadura o se hundieron en la oscuridad del exilio interior. El error de Iglesias –planificado o no, y reforzado por su resistencia a reconocerlo o matizar sus declaraciones– ha tenido como consecuencia la irritación de la misma izquierda de la que forma parte, la incomodidad de sus socios catalanes, y el insoportable e hipócrita cinismo de la derecha heredera de aquella dictadura, que descubre ahora el sufrimiento de los republicanos que cruzaron la frontera perseguidos por las tropas fascistas.