En China existe un sistema innovador que utiliza el big data para calificar el civismo de los usuarios y empresas así como la confianza que merecen. Es una especie de carnet por puntos que los ciudadanos ganan o pierden en función de si cumplen las normas establecidas en el marco de su comportamiento en la sociedad. Los chinos pueden ser penalizados y perder puntos, por ejemplo, al no pagar deudas, contaminar o criticar alguna acción del Gobierno. Hablamos de lo que se conoce como crédito social, y se basa en la reputación del ciudadano, que casualmente es el mismo Estado el que la estima, dando a cada individuo un valor, un número, un puntaje entre 350 y 950 según su confiabilidad. Todo muy de ciencia ficción. Si no pagas una multa o cometes algún delito menor, como por ejemplo tener en tu casa la música muy alta o fumar en un lugar prohibido, pierdes puntos. Sin duda, un sistema impensable en los países del sur de Europa habida cuenta de nuestra picaresca y de que nos cuesta ponernos bien hasta la mascarilla. Algunos expertos lo han tildado como el establecimiento de la cultura de la sinceridad, mientras que para otros se trata de un control del Gobierno comunista, una forma de dominio y censura propio de los tiempos de Mao. Tal y como explica la periodista Isabel Rubio, dependiendo de la puntuación, los vecinos obtienen beneficios o castigos: Por ejemplo, pueden conseguir acceso a préstamos o a servicios públicos como la educación o privilegios para viajar. O al contrario, se les puede penalizar con velocidades de internet más lentas, acceso restringido a restaurantes o impidiendo que puedan viajar al extranjero. De hecho, las personas con bajo crédito social tienen prohibido adquirir billetes de tren y de avión durante al menos un año, incluso si necesitan salir del país por alguna emergencia o razones laborales. Empresas como Alibaba o Tencent utilizan el sistema de crédito social para evaluar la confianza comercial que pueden tener en los ciudadanos. La pregunta es... ¿podríamos establecer en nuestra tierra un sistema parecido que cuente con la voluntad de la ciudadanía para cuidar nuestro entorno y premiar el civismo y la solidaridad vecinal? Por supuesto que no. Nos cuesta un mundo reciclar y somos especialistas en montar escombreras en cada esquina. Cuando sacamos al perro nos importa bastante poco recoger sus necesidades y transitar de forma correcta por los lugares establecidos para tal fin, eso sin incluir nuestra excelsa capacidad para encestar la basura en el mobiliario urbano. Un buen ciudadano no solo se limita a realizar estas acciones por sí mismo sino que además las fomenta en su comunidad. El artículo 19 de la Declaración Universal sobre la Democracia de la Unesco deja claro que “la ciudadanía implica mucho más que un reconocimiento jurídico, supone la promoción de sujetos como parte activa en la producción simbólica y organizativa de la sociedad política. Como proceso de desarrollo de una conciencia y una identidad comunitaria, la ciudadanía supone la práctica del ejercicio cívico y la implicación en la vida de la comunidad. Por tanto, la ciudadanía no es solo un status legal, un mero reconocimiento de derechos y deberes en el marco de unas condiciones institucionales o estructurales determinadas”. El buen ciudadano trata a las personas de una forma especial y respetuosa, sin importar su raza, género, edad o etnia. Obedece las leyes establecidas en el país y la ciudad donde reside y participa activamente por mejorar las cosas. No pinta las paredes ni ensucia las calles y, en ocasiones, ayuda a llevar la compra del señor o la señora que no da abasto. Y de estas, ¿cuántas cumplimos? Nos queda un largo camino por recorrer. Obviamente ni podemos ni queremos compararnos con el control totalitario de China, pero sí a darnos cuenta de que en el ámbito del civismo no estamos haciendo bien las cosas. Empecemos por colocarnos bien la mascarilla y no darnos tantos besos y abrazos. Por lo menos por el momento.

@luisfeblesc