El barrio en el que vivo en Madrid está cubierto de nieve desde ayer viernes por la tarde. A la hora en que escribo, por la mañana del sábado, ya no juegan los niños sobre la superficie impoluta. La ciudad está cubierta enteramente de un manto blanco tan tupido que da miedo. Las emisoras de radio se hacen eco del terrible sonido sordo que tienen esos copos al caer en los patios, en las calles y en las carreteras. Han quedado incomunicados hasta los cementerios, y ya no se ven ni perros asustados, ni los niños juegan a helarse o a poner a sus mascotas de peluche en la superficie enseguida anegada de sus patios. Todo el mundo, el que ha podido, se ha rendido al imperio de la nieve, y lo que empezó pareciendo un juego nórdico es ahora, cuando escribo, un drama que incluye la incertidumbre sobre el futuro. ¿Habrá escuela, habrá trabajo, volveremos a estar confinados como en marzo y en meses sucesivos? ¿Será este bello paisaje helado una nueva oportunidad para que se tambalee, aún más, la economía, o ese será un pasajero más en el vagón de la desgracia, que pasará como pasaban, en la adolescencia, los trenes eléctricos o los juguetes con los que se daba por concluida la infancia? ¿La tecnología del calor, cada vez más cara para los pobres, hará su semana mayor de ganancias, o esto se irá de pronto, igual que vino?

Hace unas semanas, mientras en España se hablaba de corrupción y de reyes exiliados, y de otras cuestiones de la política nacional, le pregunté a un compañero que trabaja en México cómo sentía él que se vivía en este país tan inquieto por tantas cosas, algunas ellas reputadas de gravísimas. Él me respondió, con el realismo mágico que se adquiere en América Latina nada más avanzar un poco en sus calles y en sus propios dramas, que estas cosas de las que le hablaba eran asuntos del primer mundo, como este de la nieve, agrego ahora. La nieve, como los reyes y como las diatribas en el Congreso, donde universitarios o personas bien educadas en casa se insultan sin sentir vergüenza propia, pasará en el suspiro de una semana, y se quedarán los problemas graves del invierno, habrá pobres en las calles pidiendo para comer en las grandes ciudades ampulosas, estarán en peligro de muerte por enfriamiento niños cuyos padres no tienen fortuna alguna, y no se les caerá la cara de la vergüenza a las eléctricas ni a los supermercados, que seguirán haciendo caja sin destinar para los que no tienen nada ni una de aquellas migajas de las que hacía versos Calderón de la Barca.

En el primer mundo, por decirlo como lo decía aquel amigo ya asimilado a la realidad del tercer mundo, no tenemos tiempo para mirar cómo se mueren de frío los empobrecidos que pueblan los lugares cálidos de los grandes almacenes o del metro, esperando una limosna que les prolongue, con cierto calor, la desgracia de mirar cómo se les deshace el futuro.

Problemas del tercer mundo en el primer mundo, pues. Esta semana hubo otra de esas expresiones dramáticas de la desigualdad, y fue en el otro lugar donde vivo los veranos y ahora también los inviernos, en la playa del Cabezo, en El Médano, Tenerife. Ahí, con el tercer mundo a cuestas, y con la ilusión violentada por la realidad, fueron a amerizar medio centenar de inmigrantes africanos, cuatro de los cuales ya eran cadáveres nada más tocar la arena en la que desde hace años distraigo mi pasión por esta playa que me enseñó a amar uno de mis mejores amigos, el doctor José Toledo, que por aquí hizo sus primeras correrías de muchacho. Hasta su muerte, que desgraciadamente le llegó demasiado pronto, el extraordinario cirujano y aún mejor persona hablaba, cuando estaba allí y cuando estaba en Madrid, con su familia y con su trabajo, de la belleza de este litoral, hasta que me arrastró con gusto a vivir aquí también, hasta ahora mismo. Pues a esa orilla llegaron estos muchachos, unos se salvaron y otros no, buscando un trabajo, un salario, un alimento, que en el tercer mundo desde el que venían se les niega a ellos y a la gran mayoría. Otros lo han intentado con insistencia estos últimos años; en el presente, han venido a la orilla de cada una de las islas, prácticamente. De aquí se fueron nuestros antepasados, como ellos, en barcos de enorme fragilidad, en busca de sustento para ellos y para sus familias, entre las cuales he estado yo mismo, cuya familia se mantuvo aquí (mantenerse era sinónimo entonces del propio verbo comer) gracias a lo que nos venía de Venezuela… Pues ahora, a estos chicos, que tienen color negro en su mayoría, son recibidos aquí, cuando sobreviven, como escoria de la vida, y se organizan campañas que los denigran como si fueran apestados. El racismo que subyace entre nosotros ha tenido incluso el apoyo de agentes oficiales de ciertos municipios, alegando salvajemente que esos muchachos vienen a quitarnos el pan y la sal. Es mentira, ni vienen a quedarse entre nosotros, pues aspiran a irse más lejos en Europa, ni nos van a quitar la comida, sino que vienen a ayudar a que la tengamos. Pero la demagogia sabe tocar sus teclas, y entre ellas está la desfiguración de la realidad, como ha hecho Trump durante cuatro años, para convertir al emigrante (¡como lo hemos sido nosotros o nuestros antepasados!) en culpable de males que él no trae consigo.

Esa playa, El Cabezo, es un símbolo de quietud o de rabia, pues el viento que nos acompaña (“una brisita”, decía el doctor Toledo, y lo decía también su hermano Antonio hablando de sus adoradas arenas rubias) combina ambas cadencias. Ahí llegaron desde el tercer mundo para hallar aquí la puerta de la desgracia. A los que siguen vivos les ha aguardado el calvario que el primer mundo depara a los que no pueden ser turistas, sino pobres, y orgullosos los que se burlan de su miseria cierran el puño para insultarlos, hostigarlos y expulsarlos. Benditos los que vienen porque ellos son el espejo de lo que fuimos, aunque esos que los rechazan crean que son más grandes, más guapos, más ricos, y que así lo fueron siempre. Y, además, creen ellos, los que los vilipendian, que son también blancos como la nieve, sin saber que lo primero que la mezquindad ensucia es el alma, y esta solo se limpia gracias al cuidado de la decencia…