No hay rastros en el recuerdo oficial, entretenido en carnavaladas, pero hay aún gente preguntándose de dónde pudo venir, en los años veinte y treinta del siglo pasado, el impulso que le dieron Eduardo Westerdahl y sus amigos para emprender el viaje que dio de sí la aventura internacional de gaceta de arte, así, en minúsculas, que fue la tipografía que ellos honraron para inventar aquella revista que iba a convertirse en el mayor logro literario y tipográfico de la historia de Canarias.

Esta semana explicó Maisa Navarro, catedrática de arte de la Universidad de La Laguna, ese viaje admirable como tal viaje, el que llevó a Westerdahl por varias ciudades de Europa en busca de la modernidad de la época, representada, sobre todo, por la bauhaus (también en versalitas), una coincidencia de arquitectura y pensamiento que a él le fascinaba y que sus compañeros (poetas, narradores, locos por el arte, y amigos entre sí) abrazaron como un bote en el que alojar la vida moderna que soñaron.

Ese viaje no hubiera sido otra cosa que un conjunto de noticias ilustradas en postales regocijadas si esa energía de Westerdahl no hubiera sido contagiosa y, también, si sus jóvenes colegas no hubieran tenido ganas de trabajar. Así que cuando él regresó y contó lo que fue viendo por esos mundos se pusieron a inventar ese artefacto, gaceta de arte, que ahora podría parecer una reliquia pero que es un disparo de inteligencia que podría remover, si hubiera ganas de ello, el mar tranquilo, o tranquilizado, de la realidad cultural que nos arrulla.

El relato que hizo Maisa, en presencia y por internet, se produjo en el hermoso escenario del TEA, en el marco de una celebración que asocia a la gaceta con la bauhaus y que fue, lo que son las cosas, iniciativa de un alemán, Mattias Beck, y de un noruego, Lars Admussen, que desde su taller de tipografía encontraron las claves que siguen uniendo, desde la modernidad en la que nacieron, ambas iniciativas seculares. Habiendo conocido a aquellos insólitos amigos, Westerdahl, Pedro García Cabrera y Domingo Pérez Minik, entre otros, que sean dos extranjeros aquellos a los que se les ha metido en la cabeza la idea de revivirlos no cabe duda de que ellos se hubieran frotado las manos de regocijo.

Fue una jornada de mucho gozo contemporáneo, y también de rabia al saber que desde hace rato parece imposible que se junten los materiales que entonces estaban disponibles para que se produjera un resplandor como aquel. Entre esos materiales estaban la preocupación por el porvenir de las islas, marcadas entonces por un analfabetismo que alcanzaba al 70% de la población en el archipiélago, y el compromiso por elevar sus estructuras educativas y culturales y su manera de ver y de ejecutar la habitación y el territorio, la arquitectura y el planeamiento, a un porvenir que abandonara la mediocridad y desterrara el caciquismo.

No era, pues, aquel un grupo de gente que se reunía para fumar juntos o soñar con pajaritos preñados; eran personajes comprometidos con su tiempo, que era de subversión y de alegría de inventar, de crear, de afrontar la miseria con armas entre las cuales la imaginación debería ser la más fructífera. Ya se sabe la historia, y esta fue muy triste, pues sucedió la desmesura de la guerra grande y terrible, así que se detuvo el tiempo y se produjo lo que Emilio Sánchez-Ortiz en uno de sus célebres cuentos llamó, para otro propósito, el tiempo de los tíos muertos… Aquella avalancha de ideas que había traído Westerdahl fue arrojada, por así decirlo, a la punta del muelle, ese puerto que ellos amaron tanto y del que Pérez Minik quiso extraer un nombre nuevo para la ciudad, El Puerto de Santa Cruz…

El relato de Maisa Navarro incluyó no solo la excursión fructífera, y luego truncada, de Eduardo, aquel soñador que parecía otro extranjero como estos Mattias y Lars del presente, sino que se adentró en las más dramáticas consecuencias de la represión que siguió en las islas a ese instante de oro de nuestra modernidad. El regreso a las consecuencias de la rabia reaccionaria que se ensañó con aquella gente, asesinados, perseguidos, encarcelados, produce hoy todavía el escalofrío civil que, como dijo en una declaración célebre Domingo Pérez Minik, los dejó a todos ellos “al rojo vivo”.

De aquella generación de ideas y esperanzas hubo algunas enseñanzas civiles que sirven también para hoy: los juntó la amistad, que es una materia hecha de generosidad y esperanza; con ese espíritu se juntaron artistas grancanarios y tinerfeños, que hicieron juntos un tránsito de camaradería que se intentó después, en los momentos postreros del franquismo que aquí se había inaugurado con tan funestas consecuencias… Los que siguieron vivos y habían nacido tantos años antes se juntaron con los que recién llegados, y en 1970, propiciaron con los jóvenes arquitectos de entonces un homenaje a aquel pasado, pues tanto en los años 30 del siglo XX como en ese momento en que acababa la dictadura la arquitectura fue un modo de aspirar a un territorio mejor, a un arte más propio de la civilización a la que ellos querían adherirse, y de nuevo fue ese regocijo de la amistad lo que los juntó.

¿Qué pasa ahora? ¿Sería posible un mundo así, en el que se juntaran jóvenes y veteranos para pensar, en unas islas y en otras, a favor de que se produjera un viaje mental y también concreto como aquel que puso en marcha Westerdahl para que en las islas le dieran la vuelta al mundo aquellos ilusos (¡y concretos!) contemporáneos? ¿Habría masa amistosa suficiente como para que, dejando a un lado las ambiciones o cicaterías propias del género humano, se hiciera posible aquí un universo como el que entonces fue tangible?

Volviendo a Tenerife, el día en que se inauguró en la sala de arte del Parque García Sanabria la exposición que honra a gaceta y a bauhaus, concebido por aquellos ilusos jóvenes extranjeros, volví a leer la conferencia que Pérez Minik pronunció en un homenaje parecido (está en el primer tomo de la colección Isla y literatura que preparó para la Caja de Ahorros Rafael Fernández). Sentí que ese texto, como el recuento de Maisa Navarro, era un himno a la alegría de crecer en el futuro sabiendo que fue posible aquel pasado. “El manantial más o menos silencioso del arte, con la arquitectura al frente, corre siempre sin inocencia por todos los derroteros de nuestra historia social en marcha”. Así terminó Pérez Minik su crónica general de aquel viaje común que Westerdahl y algunos otros quisieron que fuera el viaje de nunca acabar… Pero ya se sabe qué pudieron las putrefactas pistolas de la historia.