A estas alturas deberíamos saber que la batalla contra el coronavirus consiste casi exclusivamente en el tira y afloja. Una resistencia basada en un sacrificio difícilmente sostenible en lo que llega la vacunación masiva de la población: la única manera de regresar a nuestra vieja y añorada normalidad.

Desde marzo de este año comenzamos una batalla perdida de antemano. En una esquina la sociedad. En la otra un virus asocial. Lo que se ha llevado por delante el miedo al contagio es la esencia misma de lo que somos: animales gregarios que han construido su prosperidad sobre la base de las relaciones interpersonales. Alguien metió un microscópico palo en el hormiguero y ha estado a punto de cargárselo.

Tras el primer confinamiento, con el que se intentó frenar el ritmo ascendente de los contagios, se avisó de que habría una segunda ola. Era un cálculo basado en lo inevitable. Una vez nos abriesen las puertas del encierro forzoso, la población reclusa saldría a la calle a vivir, que son dos días, como si no hubiera pasado nada. Porque por mucho que se hagan elegías del comportamiento responsable de los ciudadanos y tal y tal, todos sabemos que la manada hace siempre lo que le sale de la cornamenta.

Las cifras de esta segunda ola han superado ya a la primera. Y la única buena noticia es que han comenzado las primeras vacunaciones. La salida al oscuro túnel que hemos pasado en este año maldito del 2020 se encuentra en esos dos pinchazos en el brazo. Pero tomen nota que blindarnos ante el virus nos llevará muchos meses del año próximo.

Los expertos están avisando de que las cifras de contagios en Tenerife son preocupantes. Y que si no se toman medidas, podríamos acabar con otro confinamiento forzoso de la población. No solo es un aviso a navegantes para evitar los excesos en estas fiesta de Navidad –que también podría serlo– sino una seria advertencia. Es inexplicable e impresentable que a estas alturas se den casos como el de una residencia de ancianos con ciento ochenta personas contagiadas. Porque si algo nos ha enseñado la experiencia con el virus es que la detección precoz es el arma más eficaz para impedir su propagación. Como en el caso de los incendios, o se apagan en las primeras horas o se extinguen cuando acaban de arder.

Estamos llegando a la playa y estaría feo morirnos en la arena. Hay que aguantar algunos meses más. Hasta que las vacunas nos liberen. Porque nuestra supervivencia social y económica solo está en nuestras propias manos. Está visto que no vamos a tener ninguna ayuda extraordinaria de un Gobierno peninsular que ha sido incapaz, una y otra vez, de comprender las condiciones especiales que se viven en un archipiélago lejano. Un nuevo confinamiento en esta isla –que presumía temerariamente hace poco de ser la más “sana”– sería la puntilla económica para una economía y una sociedad maltrecha. Más vale que nos lo tomemos muy en serio porque nos la estamos jugando.