Escribió Larra, allá por 1835, “escribir en Madrid es llorar, es buscar voz sin encontrarla, como en una pesadilla abrumadora y violenta”. Fue un tipo tan coherente con su pesimismo que acabó pegándose un tiro en la cabeza, en su casa de la calle Santa Clara. Aunque el suicidio no fue causado por su mal de amores con España, sino con una señora.

Escribir hoy de este país, tan distinto y tan parecido al del “pobrecito hablador”, sigue siendo hablar de una pesadilla abrumadora. Y cada vez más violenta. Porque si en el bienestar se puede soportar con espartana resignación a la manada de acémilas que gastan nuestros impuestos en sus propios fastos e inutilidades, en las adversidades y las crisis su presencia se hace molesta, insalubre y peligrosa. Y su incapacidad agrava nuestros males endémicos.

Todo en España está hoy en cuestión turbulenta y en confrontación estéril. El modelo de Estado. El poder judicial. La Monarquía. La policía. La eficacia de las administraciones públicas. Es como si se hubiese abierto la caja de Pandora que habita en el ADN fratricida y auto destructivo de este país, que en su historia moderna solo ha sido capaz de ganarse una guerra librada contra sí mismo. Debió ser la única manera de asegurar que ganáramos.

La derecha ortodoxa y extrema de Vox ha venido a sustituir a la “derechita cobarde” defendiendo la vieja España centralista, con un mensaje demoledor contra los progres y el reblandecimiento de la autoridad del Estado. Y la izquierda comunista, insertada en Podemos, es un virus destructivo de oposición insertado dentro del Gobierno que persigue la liquidación de la Monarquía y el modelo de democracia instaurada en la transición. La demagogia y el populismo han vencido a los tradicionales y aburridos discursos de los liberales y la socialdemocracia. La moderación ha sido barrida del mapa por el espectáculo. Y la política imita los platós de televisión, poseída por el impulso homicida de la audiencia electoral.

El mismo Pablo Iglesias que jaleaba al juez que ordenó declarar al presidente Mariano Rajoy permite que sus huestes hostiguen al magistrado que le quiere imputar por un supuesto montaje judicial. Porque la Justicia, como todos los poderes del Estado, se ha convertido en algo instrumental, que solo es buena cuando sirve a tus intereses partidistas. El actual Gobierno no ha sentido rubor por poner en la Fiscalía General a una ex ministra socialista. Pero no se puede decir que Pedro Sánchez esté haciendo nada que no hayan hecho o intentado muchos otros antes que él. O sea, convertir toda acción de gobierno en réditos mediáticos y electorales e inclinar la neutralidad de lo público en beneficio propio.

¿A dónde vamos? La verdad, a ningún sitio bueno. Si la riqueza estratégica de un país es su capital político, el nuestro está en bancarrota. Los nuevos radicales le están comiendo la tostada a los viejos moderados. Los partidos independentistas crecen porque el Congreso se ha convertido en un mercado donde el territorio que se lleva la pasta es el que tiene los votos. Eso es lo que nos están enseñando, por turnos y con todo éxito, desde un PP y un PSOE cada vez más debilitados. Las criaturas que lactaron con Felipe González, Aznar, Zapatero, Rajoy y ahora Pedro Sánchez, se han convertido en poderosos movimientos sentimentales que ya no para ni dios. La fuerza del corazón es mil veces más poderosa que la de la razón.

España, como hizo Larra, ha levantado una vieja pistola con la que se está apuntando a la cabeza. Iglesias y Abascal son el peligroso gatillo, pero la munición la ha cargado el fracaso de la decencia intelectual de partidos que se dicen europeos. Ellos son los que le han abierto las puertas de par en par a los extremistas. Los que han fracasado en modernizar esta insoportable administración. Una partitocracia que solo se ha preocupado de sus privilegios para terminar defraudando a un país de gente harta de trabajar para pagar la vida de otros.

El recorte

Aquel amigo. Un pesado importante. Eso es lo que fue. Uno que no podía dejar de trabajar ni cuando estaba de vacaciones. Al que le encantaba discutir una y otra vez los muchos proyectos que tenía en la cabeza, por ver si le convencías de que estaba equivocado en algo (cosa que nunca pasaba porque era un empollón repelente y además un cabezota). Se cabreaba de vez en cuando, porque era un fosforito, pero se le abrían los agujeros de la nariz y siempre me entraba la risa, lo cual que lo estropeaba todo porque terminaba riéndose. El fósforo se apagaba en un suspiro. Y a pesar de ello, en treinta años jamás le escuché hablar con saña de ningún adversario. En una madrugada, de una sentada, escribimos un pequeño librito de una ciudad donde vivir mejor. Una que saltaría la frontera de Tres de Mayo convirtiendo la vieja refinería y las ruinas en nueva capital. Una que convertiría una montaña de basura en un parque. Una que protegería las casas con valor histórico impidiendo que las tirasen. Todo el mundo habla hoy de estas cosas y otras muchas que hizo en su vida pública. Yo solo creo que fue un buen tipo. Uno bueno de los de verdad. Ser bueno, sin ser tonto, tiene muchísimo mérito en política. Y él de tonto no tenía ni un pelo, incluso mucho antes de que la quimioterapia le dejara como una bola de billar. Ni siquiera ese veneno demoledor, tóxico e insoportable, consiguió que dejara de trabajar. Diez años después sigo teniendo su nombre y su teléfono en la agenda. Aún tenemos asuntos pendientes.