Nunca he entendido la improductiva comparación entre drogas duras y blandas. Ante un drama de esta magnitud, no parece muy coherente introducir factores de confusión en las causas del problema. Hay dudas razonables de que, detrás de esta conceptualización, subyace cierto interés por banalizar el consumo de algunas sustancias y favorecer su extensión en la sociedad. Lo peor, sin duda, es que la diferenciación acabe calando entre quienes tienen por función cuidar de nuestra salud. Así ocurre que uno ya está harto de escuchar mil y una sandeces entre colegas y aprendices. Mal vamos si se perpetúa tanto desconocimiento.

Lo de duras y blandas nada tiene que ver con el riesgo que conllevan para la salud. De hecho, la realidad se aleja mucho de la creencia social. Esta burda clasificación no dispone de sustento científico alguno, sino que se fundamenta en determinadas connotaciones legales. Fueron los holandeses quienes, en 1976 y con la modificación de su Ley del Opio, introdujeron la distinción entre drogas duras y drogas blandas para establecer una diferenciación penal de los delitos por tráfico y tenencia de este tipo de sustancias psicoactivas. Sin embargo, ni la Organización Mundial de la Salud ni las sociedades científicas han adoptado nunca esta clasificación. Y es que no hay ningún problema de salud en el que se hayan priorizado tanto los aspectos legales, económicos e, incluso, morales como en el consumo de drogas y la adicción a estas. Lo triste es que se olviden los efectos sobre la salud. Vaya, como ante el dichoso coronavirus.

El asunto no tendría mayor trascendencia si no fuera por su repercusión en la prevención y en el tratamiento. Al fin y al cabo, quien sufre los efectos de una dependencia considera que la droga que consume es la más dura de todas y así debe ser. Sin embargo, el uso de una u otra sustancia acaba condicionado el trato que se recibe desde los primeros síntomas de la enfermedad. Ya puede beber usted cuanto le plazca que, en el mejor de los casos, en su historia clínica no constará más observación que ese eufemismo -un tanto hortera, dicho sea de paso- que la diplomacia médica denomina hábito etílico. Y a otra cosa, como si el asunto se revolviera por generación espontánea. Ahora bien, si reconoce meterse un par de rayas -aunque fuera de uvas a peras- a buen seguro que se dispararán las alarmas. Cuestión de dureza.

Más allá de su repercusión asistencial, el uso de estos términos tiene un impacto devastador en la percepción del riesgo. La confusión que genera la catalogación del alcohol, el tabaco o, incluso, la marihuana como drogas blandas, tiene mucho que ver con el aumento desbocado de su consumo, especialmente entre los más jóvenes. Considerar que una droga blanda -es decir, de menor repercusión penal- conlleva un riesgo más bajo para la salud es un grave error. Nada tiene que ver esta diferenciación legal con el perjuicio que producen en la salud de las personas.

Como les decía, ningún organismo o sociedad científica han aceptado jamás esta clasificación. Por el contrario, existen antecedentes recientes de documentos de consenso entre expertos de distintos países en los que se establecen rankings de la peligrosidad específica de cada droga. Reino Unido, Australia o la misma Holanda, son ejemplos de ello. Consensos acordados bajo una exigente metodología y publicados en revistas médicas de primer orden. Nada que ver con opiniones interesadas ni medios sensacionalistas. Y, a la vista de los resultados, existe unanimidad en denunciar la ausencia de concordancia entre las mal llamadas drogas blandas y duras y el daño que su uso genera para el individuo y la sociedad.

Atendiendo a criterios de salud física y psicológica, así como a la repercusión social -no solo delictiva-, los resultados son prácticamente similares en todos los países: alcohol, heroína y crack son las tres sustancias que producen mayor daño. Estas serían, por tanto, las más duras y claramente diferenciadas del resto. ¿Hay que interpretar estos datos como que la cocaína en polvo, la marihuana, el tabaco o las anfetaminas no son peligrosas? En absoluto. Estas sustancias constituyen un grupo de riesgo medio-elevado que registra un constante incremento en el número de consumidores. Los resultados reflejan que algunas drogas, como el alcohol, no son debidamente consideradas en relación al daño que produce su consumo. Otras, como la heroína, sigue estando ahí y con un previsible aumento del consumo asociado a la crisis económica. Y todas, sin excepción, son duras en términos de riesgos para la salud individual y el bienestar social.

Las clasificaciones basadas en criterios científicos evidencian que la legislación sobre drogas no se sustenta en la pretendida defensa de la salud, sino de las ganancias ilícitas que produce este mercado. Llama la atención que la principal droga dura en términos de daños para la salud -el alcohol-, así como otra del mismo grupo -el tabaco-, sean consideradas como blandas a efectos legales. A su vez, el cannabis y sus derivados también llevan el mismo camino. En todas ellas coincide un mismo factor: los beneficios económicos que producen a las empresas productoras y, evidentemente, su aportación a las finanzas públicas. No parece coherente que un país considere como perjudicial para sus ciudadanos aquellos productos que generan una parte importante de sus ingresos. De ahí que sean legales. Este es el verdadero factor que determina si una droga es dura o blanda. Lo dicho, nada que ver con la salud.

Llamémoslas como prefieran. Eso sí, dejemos de utilizar términos que conduzcan a engaño. Ni duras, ni blandas. Simplemente, drogas.

 (*) Psiquiatra