Para el crítico perezoso, los libros de Anne Carson son un tostón y un viacrucis; para el esforzado, si insiste, un filón inagotable de comentario. Todo consiste en leer sin plantillas, pues la canadiense, cuando escribe, tampoco las emplea. Carson es una autora difícil. Muy difícil. En ocasiones, incluso irritante. Sus obras, a veces en prosa, a veces en verso, combinando poemas y ensayos, están intensamente conectadas con las literaturas clásicas griega y latina, en las que es una consumada especialista (estudiosa, traductora); sin embargo, cuanto toma de ellas es motivo, raíz, acicate: no compone sus libros siguiendo los códigos de las obras seminales de la antigüedad, sino actualizando sus mitos, y ello hasta un punto que solo cabe apodar de vanguardista. Así ocurre con su rescate del mito de Gerión en la novela en verso Autobiografía de Rojo (Pretextos, 2016), donde el monstruo al que Heracles mata en el décimo de sus doce célebres trabajos se convierte en el protagonista de un relato sobre la asunción de la identidad y la defensa de la diferencia. Un mito antiguo se reencarna así en un mito moderno (romántico), y con socarronería (el humor nunca está ausente en la escritura de Carson) el propio Heracles adquiere los contornos de un Pasolini hípster. En cambio, en el volumen misceláneo Hombres en sus horas libres (Pre-textos, 2007), traducido, como el anterior, por el asturiano Jordi Doce, incluye un ensayo titulado Suciedad y deseo: sobre la fenomenología de la polución femenina en la antigüedad, en el que cumple a rajatabla su papel de doctora en lenguas clásicas y erudita en el mundo grecolatino, bien que con la intención, deslizada sutil e irónicamente en el texto, de sentar las bases del feminismo varios miles de años antes de su nacimiento. Para asimilar su poesía se necesita primero conocer su método de escritura, que es, cuando menos, peculiar, si no abiertamente extravagante en libros como el intrincado Decreación (Vaso Roto, 2014), su otra gran obra miscelánea, en la que entran, además de poemas y ensayos, un guión cinematográfico, el libreto de una ópera, un oratorio y hasta el listado de tomas para un documental. Pero no menos importante es saber que la Carson poeta tiene en baja estima su propio trabajo con el verso, que juzga "tosco" (¿falsa modestia?), y que en vez de buscar con la imaginación la trama de sus libros ("no tengo historias en la cabeza", dice), no duda en nutrirse de lo que sus estudiados escribieron (caso de Estesícoro y su Gerioneis) hace más de 2.500 años. La premiada con el "Princesa de Asturias" de las Letras de este año emplea la imaginación, sobre todo, para componer, pues ve la poesía como un conjunto de superficies que dejan "una impresión mental, con independencia de lo que digan las palabras". "No se trata de que los significados individuales de cada palabra terminen formando una proposición; se trata del modo en que interactúan entre sí como brochazos de significado (...) igual que interactúan los colores en un cuadro impresionista". No resulta extraño, entonces, que incluso sus más firmes valedores, como el desaparecido pope de la crítica Harold Bloom, llegada la hora de escoger, se queden con la Carson más lírica, la de poemas como El viejo cárdigan azul de mi padre o libros como La belleza del marido, que ha merecido el raro honor de ser editado dos veces, con distinta traducción, por el mismo sello (Lumen, 2003 y 2019). Al final, es el verso (y la prosa, pero no la ensayística) la que hace lectores de poesía, no la acción de levantar mapas con líneas trazadas dos milenios atrás, por mucho que inviten "a dilucidar las complejidades del momento actual", como reza el acta del jurado que ayer premió, más que merecidamente, a Anne Carson.