Sufrimos una emergencia no conocida desde la Segunda Guerra Mundial que durará un mes, o dos, o tres, o más. Y cuando llegue ese día, nada será igual, ni nuestra calle, ni el mar, ni la montaña, ni nuestras familias, ni nuestros amigos, ni los amores. El Covid-19 habrá marcado para siempre un antes y un después en nuestro estilo de vida.

Entonces no nos abrazaremos ni besaremos como hace tan solo 23 días, al contrario, estaremos a la defensiva porque vamos a temer que otras ofensivas sanitarias puedan atacarnos, así que evitaremos las aglomeraciones y manifestaciones multitudinarias, viajaremos lo imprescindible, y si, en el avión o la guagua, un pasajero tose, procuraremos evitarlo cambiando de asiento o permaneciendo de pie por el pasillo, y si es en el cine nos alejaremos a otra butaca o nos mandaremos a mudar. Ya no iremos a la tertulia de la peluquería, ni a la del bar de la esquina a tomar el cortadito o la cañita, ni a la del centro de salud o ambulatorio, tampoco al banco porque habrán despedido a nuestro asesor, y ya manejaremos internet con soltura, y perderemos de vista a muchos compañeros y compañeras de trabajo porque éste lo harán desde sus casas con el ordenador, el zoom o las videoconferencias, con lo que, para evitar la saturación, habrá que potenciar la capacidad de redes, telefonía, Facebook, Twitter y WhatsApp.

Y cuando necesitemos consultar a nuestro médico de cabecera, primero lo intentaremos por teléfono, y si no queda otra iremos a su consulta, pero ya no habrá apretones de manos, ni abrazos efusivos, ni besamanos de agradecimiento, y eso sí, alguien nos apremiará a que seamos rápidos y salgamos cuanto antes de la consulta sin enrollarnos mucho. El sexo ya no será promiscuo y las agencias de búsqueda de parejas por internet entrarán en crisis porque ya nadie se fía de nadie, y entrarán en trance salas de baile, pubs, discotecas, gimnasios, bares y restaurantes, donde se marcarán distancias. ¿Y qué va a pasar en los aviones, donde ya viajábamos bien apretados unos contra otras y dándonos codazos por el apoyabrazos? ¿Y si encima el egoísta pasajero de delante lanza su respaldo hacia atrás? ¿Y en el tranvía o el metro cuando vaya a tope y sintamos el aliento vecino? ¿Y en los aeropuertos cuando nos chequeen?

Ya nada será igual en los albergues cuando volvamos al Camino de Santiago, pues a ver cómo dormimos en habitaciones de 10, 20 o 30 literas, y no lo digo por los ronquidos, que podemos suavizar con tapones, pero, ¿y esas camas tan cercanas? ¿y las colas en los baños? Y lo de alquilar en un piso habitaciones compartiendo baños, salón, comedor, tele y cocina ya no será igual para muchos estudiantes y trabajadores noveles.

Muchos de los mandatarios actuales no serán reelegidos porque la ciudadanía no va a perdonar fallos mortales y mentiras insulsas, y como posible botón de muestra, Donald Trump, creído de que, si no pasan de 100.000 los muertos en Estados Unidos, habrá hecho un gran trabajo, dándose la paradoja de que, medio en broma, medio en serio, ahora son los mejicanos quienes quieren que acabe el muro cuanto antes. Aumentará la desconfianza entre China, Rusia, Europa, Estados Unidos y Japón, y los países del tercer mundo se sentirán más amenazados por los del primero y viceversa. Y en nuestra querida España, a Torra los catalanes le darán pasaporte, porque pretender impedir que la Unidad Militar de Emergencias entre en las residencias de ancianos para desinfectarlas ha sido un suicidio, y en el País vasco, aunque Urkullo frunza el ceño sin disimulo, la ciudadanía seguirá aplaudiendo a los militares para que ayuden a la población civil.

Hoy lo que sí sabemos es que Canarias se va acercando al principio del fin de la pandemia, pero no qué va a pasar cuando llegue ese tan deseado día que salgamos de casa, cuando ya nuestras vidas no van a ser igual, para unas cosas, peor, para otras, mejor, y hasta tanto, aislémonos en casa, y lo que es salir, solo al balcón o la ventana para penetrar intensamente el aire en nuestros pulmones.