El perro ladra, desesperado por salir a la calle, así que dejo de lado el libro que llevo leyendo un par de días. Se titula Bandera Amarilla y lo escribió un hombre que amaba irónica pero desaforadamente a Santa Cruz de Tenerife, Luis Cola Benítez. Es un espléndido relato -basado en la documentación que conservan archivos civiles, militares y religiosos- de las diversas epidemias que han afectado a la capital de Tenerife desde su fundación hasta el siglo XX. Y lo primero que advierte el lector es que esta ciudad ha sobrevivido de milagro: el milagro de la testarudez de la vida.

Un rápido repaso. Epidemia de tifus exantemático entre el verano de 1703 y la primavera de 1704: mató al 45% de los censados en el término santacrucero, más de 600 personas. Epidemia de peste bubónica entre 1582 y 1583, afectó a Santa Cruz, La Laguna y Tacoronte y se llevó por delante entre 6.000 y 9.000 de los tinerfeños, cifra espeluznante si se considera que la población no llegaba por entonces a 20.000 personas. El cólera visitó reiteradamente la villa, y su último brote, entre octubre de 1893 y enero de 1894, infectó a más de 2.000 chicharreros y mató a 400. La difteria se combinó con el sarampión en 1892, produjo un colapso hospitalario y se cobró la vida de casi un centenar de niños. La viruela hizo dos visitas letales: una en 1827, con 300 muertos, y otra en 1895, con 500 fallecidos (las vacunas llegaron tarde y en mal estado). Pero lo peor siempre lo trajo la fiebre amarilla, enfermedad vírica hemorrágica transmitida por la picadura de mosquitos. En 1701 murieron unas 8.000 personas en Tenerife. Entre el invierno de 1810 y el verano de 1811 un brote particularmente virulento produjo en la capital 1.300 muertos: la gente huyó, incluso a pie, a La Laguna, y la epidemia afectó a casi todo el norte de la isla, con más de 700 sepultados en La Orotava. Todavía en 1862 la fiebre amarilla acabó con 550 santacruceros.

La calle apenas ha cambiado, salvo el aumento de ciudadanos con mascarilla y guantes, como a punto de entrar en quirófano para extirparse el miedo, y la práctica desaparición de los ancianos, recluidos en sus casas, mirando la vida entre visillos. De las ventanas salen gritos, risas y trifulcas de niños. Ser joven, sin embargo, no supone un don de invulnerabilidad: ayer falleció una mujer de 34 años. La cajera del supermercado -fui a comprar pan- me asegura que todos los días reponen litros de alcohol y guantes de latex. "La gente se lo lleva por docenas. Esta mañana una cliente se llevó seis o siete botes. Habrá que empezar a racionar, como con Franco". En la puerta discuten dos cuarentones. "Cerraron una casa de putas ayer en Santa Cruz". "Pero es la única. Las demás están abiertas, pero han subido los precios, como en las que trabajan en los pisos". Cae una lluvia menuda, sin ganas. Llovizna con cierto miedo. La tarde acaba de empezar y ya comienza a oscurecer.

Al llegar a casa el perro comienza a pegar saltos, no sé si por mi llegada o porque el presidente Pedro Sánchez ha iniciado su rueda de prensa telemática. Habla de movilizar nada menos que 200.000 millones de euros, más de la mitad, liquidez inmediata para las empresas. Habrá que leer el decreto, pero lo realmente preocupante es que la UE siga sin hacer nada. Estados Unidos anuncia un paquete de medidas de un billón de dólares: el 25% serán transferencias directas a las familias. Es Trump implementando, nada menos una renta universal e incondicional. Hasta mi perro se quedó callado.