Desgraciadamente, he conocido y padecido a lo largo de mi andadura vital a numerosas personas tóxicas. Sin embargo, agradezco que, aun a su pesar, me hayan servido como modelos involuntarios de lo que nunca he querido ser. Lo cierto es que, mientras existen seres humanos que despliegan en sus actividades diarias un derroche de amor, equilibrio y positividad, y se dedican a entregar una parte de sí mismos al prójimo, otros cargan un saco de decepciones, problemas y negatividad que van esparciendo permanentemente por el camino de la vida. Suelen creerse en posesión de la verdad absoluta y, en consecuencia, consideran que su forma de proceder está plenamente justificada. Se pueden encontrar en cualquier parte, dentro de la propia familia, en el ámbito laboral o entre los amigos y conocidos, y son fácilmente reconocibles merced a su carácter hiriente, agresivo e inflexible.

A menudo se exaltan cuando se les contradice y se caracterizan por no respetar otras opiniones distintas a las suyas. El rasgo que mejor les define es su incapacidad de aceptar a los demás tal y como son, con sus pros y sus contras, sus luces y sus sombras, sus virtudes y sus defectos. Se haga lo que se haga, con ellas nunca se acierta, debido a esa patología que les impide ser felices y percibir el lado bueno de las cosas. Siempre contribuyen a generar ambientes de tensión y nerviosismo, de tal manera que, cuando abandonan cualquier reunión, la atmósfera mejora invariablemente y en su ausencia se restablece la sensación de alivio originaria.

Presentan un compendio de frustración, inseguridad, resentimiento, crítica, necesidad de aprobación y baja autoestima, todo ello con el inevitable trasfondo del egoísmo y de la envidia, los pecados más habituales y que mayores sufrimientos producen en quien los arrastra. Por ello, resulta imprescindible detectarlas con prontitud y, sobre todo, alejarse de ellas lo antes posible. Lo deseable es que, al igual que elegimos objetos o actividades que nos resulten gratos y beneficiosos en detrimento de otros perjudiciales y desagradables, hagamos lo propio con las personas que se cruzan en nuestro destino y optemos por aquellas que nos aporten belleza espiritual y equilibrio emocional.

He querido centrarme en esta cuestión porque, si de algo me está sirviendo la pandemia de Coronavirus que, al parecer, va a acompañarnos en los próximos meses, es para comprobar los efectos que provoca sobre el comportamiento de la ciudadanía. Situaciones tan extraordinarias como la que estamos padeciendo en la actualidad constituyen el escenario perfecto para constatar hasta qué punto nuestros caracteres resultan fundamentales a la hora de afrontarlas. En este sentido, basta con asistir a algunas reacciones desmedidas que nos trasladan a diario los medios de comunicación y las inevitables redes sociales. Según sea nuestra forma de ser, así reaccionaremos a los momentos de crisis y, en función de nuestro talante, decidiremos optar por la serenidad y la sensatez o, por el contrario, nos dejaremos llevar por el desánimo y el pánico. Personalmente, siempre he deplorado esa justificación falaz del "es que yo soy así" para justificar la inflexibilidad y la falta de adaptación ante determinadas realidades, máxime cuando son generadoras de dolor. A mi juicio, todos podemos realizar un esfuerzo por conducirnos de otra manera, siquiera para estar a la altura de las circunstancias. Ahora mismo se nos está requiriendo un plus de responsabilidad personal y de solidaridad colectiva. Y es que vivir en sociedad supone también no caer en la toxicidad del pensamiento ni de la transmisión de ideas negativas que, lejos de beneficiar a sus emisores, perjudican a sus receptores. Limitémonos a cumplir las instrucciones que emanan de los expertos. Colaboremos en la consecución del objetivo. No nos convirtamos en un obstáculo más, ni con nuestras palabras ni con nuestras obras. Sin duda vendrán tiempos mejores pero, hasta que lleguen, es momento de dar la talla.