Cuando ya me adentré en la Universidad de La Laguna, a estudiar una carrera que empezó con los Comunes de Filosofía y Letras y terminó siendo de Periodismo, mi padre fue a buscarme? a la Facultad de Químicas. Entonces los chicos del barrio tuvimos muy pocas posibilidades de estudiar; por circunstancias que son ahora más viejas que el sonido del barranco de mi barrio (cuando por él corría el agua a raudales), fui de los pocos que tuvo la suerte de hacer ese viaje a La Laguna.

Era la más profunda posguerra, la escuela era muy pobre y todos nosotros éramos muy pobres. Pero no lo sabíamos. La pobreza, entonces, se manifestaba de muchas maneras (en los recursos, en la dieta, en la ropa, en los enseres de la casa, en las dificultades para iluminar la casa o la cocina?), pero nuestra ignorancia con respecto a lo que nos hacía falta permitía que, en efecto, nada echáramos en falta.

Mi padre supo por mi mismo que quería ser periodista. Era un oficio del que él tenía nociones, porque me dijo en cuanto le declaré mis intenciones:

No te hagas periodista. Los periodistas siempre andan con los calzones rotos por el culo.

Él sabría, pero al fin pudo más mi madre que mi padre, y sobre todo pudo más mi voluntad de ser periodista, y desde los trece años trabajo en este tan bendito como difícil oficio. Como él se empeñó en que yo no fuera quien finalmente acabé siendo, aquel día que me buscó en algún lugar de la Universidad de La Laguna trató de hallarme en la zona equivocada.

Lo cierto es que él no sabía muy bien donde estaba, ni cuál iba a ser mi porvenir, ni nada que fuera concreto con respecto a mis intenciones de aprendiz de todo. Mi madre, que tenía algunas preocupaciones por mi visión moral de la vida, zanjó sus incertidumbres al respecto de mi religiosidad cuando un día le pedí que me dejara ir a los ejercicios espirituales de los Salesianos. No, no puedes ir. Hacía frío en Geneto, te puedes enfermar. No fui a Geneto, pero la amenacé: si no me dejas ir, me meto de cura. Eso sí que no. Ella tenía convicciones religiosas muy firmes, pero no insistía en cumplimientos que consideraba menos importantes que la bondad o la nobleza. Ella era, además, pariente de cura, pero por alguna razón que entonces no explicó se asustó ante la posibilidad de que yo asumiera la fe que los curas estaban pulimentándome.

Así que seguí mi camino de periodista, hasta esta misma mañana. Hago esta excursión tan lejana para explicar hasta qué punto nuestra sociedad está retrocediendo mientras simula que avanza. Esta intromisión que están haciendo Vox y el PP (y, a su sinuoso modo, Ciudadanos) en la educación moral de los chicos, a través de esa inmoralidad educativa que llaman pin parental, es una grave amenaza a los profesores y a los estudiantes, con el pretexto de conducir lo que los chicos han de aprender en las aulas.

Mientras arreciaba esta grave quiebra de la libertad de educar que la Constitución consagra para que los maestros hagan el trabajo que les corresponde, tuve oportunidad de ver de nuevo El Club de los Poetas Muertos.

Esta película de Peter Weir, filmada en Nueva Inglaterra, Estados Unidos, en 1989, relata la relación de un maestro (Keating, encarnado por Robin Williams) con estudiantes que terminan abrazando la poesía como un modo de relacionarse con el porvenir de la vida. El padre de uno de ellos abandera el reaccionarismo de la época (los años 50 del siglo XX en Estados Unidos) y atosiga al hijo, que quiere ser actor y ya ama la poesía, hasta llevarlo a la más grave de las expresiones de la desesperación. El colegio acepta los argumentos de los padres que comparten la actitud de la familia de este muchacho y, finalmente, son los alumnos rebeldes los que salvan la moral del profesor Keating.

La película sirvió de base para su método de transmitir el amor a la poesía al maestro Carlos Socas, que fue hasta tiempo reciente profesor de lengua y literatura del Instituto Antonio González, en Tegueste. Estuve con los alumnos y con el maestro, viví la emoción del carpe diem y de los versos de Walt Whitman (Oh Capitán, mi Capitán?) que animó las clases del ahora legendario profesor lagunero. Imagino que legiones de Vox y el PP (principalmente) se hubieran entrometido con su pin parental en esta fabulosa excursión poética y educativa que con tanto fervor emprendieron decenas de escolares que, como aquella tarde en que estuve con ellos, celebraban el extravío feliz de abrazar la poesía como una manera de escribir con sus propias uñas y con su corazón su manera de adentrarse en la universidad y en la vida. Estudiaran luego Periodismo o Químicas, o Poesía.