Pues resulta que, a nuestras espaldas, en el mundo suceden cosas. Nos levantamos, con suerte vamos al trabajo, comemos rápido, regresamos a currar, nos acostamos y vuelta a correr en la rueda.

Mientras eso ocurre, ahí fuera hay una realidad obtusa, extraña, bizarra, dicen los modernos, que desconocemos y que para otros seres humanos es tan normal y cotidiana como para nosotros las cervezas del fin de semana con los colegas.

Y dentro de todo ese otro universo al que apenas prestamos atención, tienen que saberlo, hay gente que se enamora de objetos. Ya imagino lo que estarán pensando. Soy muy consciente de que todos, en mayor o menor medida, nos hemos quedados prendados de un coche, unos zapatos, una habitación de hotel, un cheque con muchos ceros? Pero no les hemos pedido matrimonio. Ni hemos practicado sexo con ellos. Vamos, eso me gustaría creer.

Yo misma estuve cerca de la objetofilia un trimestre de mi lejana adolescencia en el que me estuve viendo con un muchacho torvo, paradísimo y taciturno, que contestaba con monosílabos a todas mis frases y se fue igual que vino: sin decir ni mu. Lo mismo me habría dado estar enrollada con una cafetera.

Así que, volviendo a la objectum sexuality, que así se llama en inglés, abreviando en OS, parece ser que quienes la practican no solo están entre nosotros, sino que, además, son unos cuantos.

La pionera -al menos para el público- fue la sueca Eija Riitta Berliner-Mauer (de soltera, Eklöf) que, tras varios escarceos y relaciones prematrimoniales con otros objetos, se terminó casando con el Muro de Berlín en 1979. Y adoptó el apellido de su esposo, como ven. El resto de la historia ya es Historia: enviudó diez años después, claro, sin que haya trascendido que ninguna de las dos Alemanias le diera el pésame por el trágico fin de su relación. Otra viuda famosa es Sandy K., que se casó con las Torres Gemelas, obviando que incurría en bigamia, y las sustituyó, después de la tragedia, por una maqueta a escala 1:1000 con la que, atención, mantiene hoy en día relaciones sexuales.

Hay gente que se ha casado con la Torre Eiffel (para, después, divorciarse, sin duda por la inesperada frialdad de la consorte), con una de las grúas de la Sagrada Familia, con la Estatua de la Libertad, con una máquina de Tetris, con un e-book y con sus propios coches.

Ahora que lo pienso, yo tuve un vecino que limpiaba el suyo tres veces al día y al que nunca le conocí novia.

Pero, por no divagar, volvamos a los objetofílicos. La ciencia dice que es un trastorno poco común, aunque cada año parece descubrirse un puñado de nuevos casos. No es igual que el animismo, pero, sin duda, comparten el rasgo de considerar a los objetos como entes dotados de alma y sentimientos.

Sin embargo, los distintos estudios no se ponen de acuerdo sobre el origen o las causas de esta parafilia, que, además, no se manifiesta de la misma manera en todos los individuos que la presentan. Los hay monógamos, polígamos, fieles, promiscuos, los hay muy activos sexualmente y los hay asexuales.

Algunos de ellos dicen haber sufrido algún tipo de trauma en la niñez o adolescencia, pero, otros tantos, simplemente, un día se levantaron con la firme idea de pasar el resto de su vida amando a una locomotora. Todos coinciden en que existe una enorme incomprensión hacia sus casos y rechazan que enamorarse de objetos sea una manera de protegerse ante la implicación emocional que conllevan las relaciones humanas. Y, además, sostienen que son correspondidos por sus parejas.

Qué quieren que les diga. Es raro, sí. Mucho. Pero, al menos, es inocuo.

Y, después de todo, ¿quién no se ha enamorado de un cáncamo? ¿Quién no ha estado coladita por un cacho de alcornoque?

Ay. Qué solos estamos.