Después de tantos años el nihilismo político tenía que materializarse, por fin, en una abstención. Me había ganado una abstención que llevaba lustros cortejando, pero sin atreverme a dar el paso definitivo. Sentía una migaja de vergüenza histórica, como quien abraza el ayuno como estilo de vida mientras las generaciones anteriores de familiares se murieron de hambre. Desde hace muchos años la democracia parlamentaria -es muy dudoso que asista otra- es pura melancolía. Recuerdo -gracias a mi espléndida memoria para lo inútil- un libro titulado así, por supuesto, La melancolía democrática, de Pascual Bruckner, entristecida descripción de una melancolía que es, como todas, un profundo -y siempre algo narciso- sentido de pérdida. Porque te va ganando la fúnebre convicción de que las elecciones son como unas navidades, un pequeño mito contemporáneo para regular el consumo, en la que la voluntad popular es tan real como la nariz del reno Rudolph. Aunque no es eso del todo, al menos desde que comprendes que sin elecciones no existe democracia, pero que la democracia no se agota en las elecciones.

Estaba seguro, en definitiva, que ya podría abstenerme finalmente, como corresponde a un señor ligeramente cascado, una vez fracasados los nuevos dos partidos (a la izquierda y a la derecha) en su intento de regeneración democrática, injertando liberalismo dizque progresista o asaltando a los cielos en un rojo amanecer. El bipartidismo, en efecto, había desaparecido, pero para transformarse en dos bloques que se anulaban mutuamente y condenaban a la política a una tormenta cotidiana en un charco de agua estancada. En puridad ya no se hacía política, sino campaña electoral. No había mejor momento para alzarse de puntillas, darse media vuelta y murmurar satisfecho a lo Robert Graves: "Adiós a todo esto".

Hasta el lunes.

El lunes me senté a ver el debate de TVE mientras leía una revista, o tal vez al revés, y a los pocos minutos descubrí que un fascista estaba profiriendo hediondas insensateces con una voz suave y bien timbrada. El fascista había sido considerado un friki hace tres o cuatro meses, y mucha gente, incluso, se negaba a llamarle fascista antes y después de abril. Pero era un fascista el que hablaba desde un eficaz aplomo demagógico sin apenas ser interrumpido por nadie. Tan inequívocamente fascista que incluso citaba a Ramiro Ledesma Ramos -un cartero que leía a Heidegger y al que Primo de Rivera echó de Falange por demasiado nazi- sin que ninguno de sus oponentes, por otra parte, se diera cuenta. Vi crecer la sombra del tipejo en las encuestas. Y entonces me di cuenta. El jodido facha y sus mesnadas franquistoides me habían jodido la abstención. Volví atrás. Camine sobre los rescoldos ardientes de promesas rotas, alianzas canallescas, corrupciones encenegadas, empobrecimiento y manipulación, degradación institucional, precariedad laboral y mentiras unánimes y regresé al momento del voto. Y votaré el domingo. Por la izquierda, claro. Contra el fascismo, por supuesto. Aquí estamos, al cabo de tantos años, congregados otra vez para meterlos a patadas y urna llena, de nuevo, en el cubo de basura de la Historia.