El tipo del cambio -ese que cambió de chaqueta de pana, de compañera y de casa, y de paso transformó España en un Estado moderno y europeo- dijo una vez que probablemente habría que cambiar el contrato social, pero que primero habría que empezar por preguntarle a la gente si estaba dispuesta a pagar más para conseguirlo.

Esto que decía Felipe González es una verdad de perogrullo. Las cosas de las que disfrutamos, como la Sanidad y la Educación públicas, cuestan una pasta gansa. Los progresistas siempre dicen que el Estado del Bienestar lo deben pagar los ricos. La izquierda es así de romántica. Pero es falso. Los grandes recursos del Estado fiscal se extraen de esa enorme masa de contribuyentes que forman la clase media, los autónomos y las pequeñas y medianas empresas. Los ricos son un porcentaje bastante pequeño en el mapa tributario.

La macarronesia canaria tiene muchas necesidades. Hay salarios de miseria que afectan a demasiados trabajadores y un paro que supera las doscientas mil personas. Tenemos miles de familias que bordean peligrosamente una vida de penurias. Hay cuarenta mil jubilados con pensiones no contributivas que tienen que vivir con menos de quinientos euros al mes. Nadie que mire la descarnada radiografía de la sociedad de estas islas puede negar los problemas que padecemos.

El Estado del Bienestar se mantiene gracias a los impuestos sobre los salarios, sobre el consumo y sobre el beneficio de las empresas. Por eso pagamos por la vivienda en que vivimos, por recoger la basura, por la luz, por el agua, por los combustibles, por la bombona, por la ropa que compramos, el libro que leemos y la película que vemos. Ese dinero, entre otras cosas, sirve para ayudar a los que peor lo pasan. Pero si hay menos trabajo y menos beneficios, hay menos dinero disponible. Y en última instancia, la pobreza sólo se arregla con riqueza, que es su antítesis. La miseria se erradica creando desarrollo, educación y progreso.

Los viejos clásicos del Oeste nos han enseñado que cuando tienes que atravesar un desierto sin agua es muy mala idea que agotes las fuerzas de tu caballo. Si quieres sobrevivir debes llevarlo casi al paso, desmontar de vez en cuando y darle la mayor parte del agua disponible. De alguna manera los buenos gobiernos tienen que hacer lo mismo. Cuando se atraviesan dificultades económicas habría que aliviar el peso fiscal que se carga sobre las familias, los trabajadores, los autónomos y las pequeñas empresas. Si se aumenta la mochila fiscal, por buenas que sean las intenciones, la gente se desfonda.

No me parece nada mal -de hecho me parece bastante bien- que aprendamos a vivir de nuestros propios recursos. Que seamos menos mendicantes y abandonemos de una vez ese discursito casi insoportable de una tierra desvalida. Pero una cosa es eso y otra aceptar que juguemos con las cartas marcadas.

No somos una nación soberana. Formamos parte de un Estado y de una economía que capta en Canarias miles de millones en rentas del turismo y del ahorro de los canarios. Lo hacen las grandes cadenas hoteleras y la banca. Son las reglas del juego. Pero esas reglas determinan que el Estado español es el responsable de que todos sus ciudadanos sean tratados con igualdad. Es el responsable de transferir los fondos suficientes para que haya una Sanidad y una Educación de similares condiciones en todos los territorios. Y el Estado del Bienestar no lo garantizan las comunidades autónomas que, con perdón, son intermediarias de chicha y nabo.

La primera batalla que debemos ganar, antes de cargar más impuestos a la espalda de la gente, es que ese indolente centralismo madrileño corrija la brecha que se está abriendo entre las regiones más ricas y las más pobres de este país. Los mismos que hablan con indignación de personas ricas y pobres muestran cierta ceguera a la hora de poner a esas personas sobre el territorio. Los pactos políticos y la formación de mayorías desvían cada vez más recursos a los territorios más poderosos y condenan a la marginalidad a los que menos pintan en el concierto nacional.

Nos estamos adentrando en un desierto, el año del brexit y la desaceleración económica, cuya extensión ahora mismo es imposible de calcular. Menos turismo, más paro, menor consumo... James Carville, un asesor de Clinton, escribió en una pizarra una frase memorable: "es la economía, estúpido", para referirse a que la campaña electoral contra Bush se basaba precisamente en esa idea. Si Carville fuese de Güímar hoy escribiría en la pizarra fiscal: "Ahora no, toletes". Porque es una mala idea que precisamente ahora le pongamos más peso al caballo.