En los muchos encuentros que mantuve con mi amigo Lito Plasencia después del 11 de septiembre de 1984 jamás hablamos de una tragedia que marcó para siempre la historia gomera y canaria y que tiene un monumento alegórico del escultor José Abad en el Roque de Agando, epicentro de una catástrofe que se cobró veinte vidas humanas, trece de la Isla y siete tinerfeñas.

Conocí a Plasencia Trujillo como alcalde de San Sebastián y yo como pregonero de las Jornadas Colombinas y, hasta su fallecimiento en 2015, nos vimos con frecuencia y agrado en la Villa, a la sombra de los laureles de Indias; en La Laguna que fue, desde sus tiempos de estudiante de derecho, su cordial patria adoptiva; y también en Santa Cruz de La Palma, de donde procede su viuda, Carmen Rosa Arozena, nacida en el seno de una familia vinculada a la época de oro de la construcción naval en Canarias.

Presidente del Cabildo entre 1979 y 1986, fue un político sagaz, un apasionado conversador y polemista rotundo; hablé con él a calzón quitado de cuanto humano y divino cabe en una entrañable relación amistosa y la excepción -las lesiones que le retuvieron más de un año en una heroica convalecencia en Sevilla- fue un pacto nunca verbalizado desde el afecto. Ahora que los medios evocan un hecho sin precedentes -y ojalá que sin consecuentes - vuelve el recuerdo de su presencia notable en la política insular.

También en un entrañable plano afectivo, evoco la imagen siempre risueña del joven Francisco Afonso, irrepetible alcalde del Puerto de la Cruz y gobernador civil de Tenerife, con poco más de un mes en el cargo, víctima de las llamas que, embocadas en el barranco de la Laja, por un cambio de la dirección del viento, se convirtieron en una mortífera chimenea que alcanzó de lleno a las personas que, junto a las autoridades, seguían la evolución del fenómeno.

Frente a los graves daños ambientales de los últimos incendios -y basta ceñirse a los registrados en el siglo XXI- éste afectó a ochocientas hectáreas de matorral y monte bajo, con apenas daños en el singular bosque gomero y, después de un par de inviernos, desaparecieron las huellas de la tragedia. No así la memoria personal y colectiva que, desde entonces, mantiene el luto de aquellos negros días de septiembre.