Algunas vidas merecen ser coronadas con un homenaje a la vez clamoroso y discreto, marmóreo y silente, realmente definitivo y, sin embargo, un pizco desapercibido. Lo clamoroso y triunfal es la recompensa. La discreción está, por supuesto, en las razones de la exaltación: el suave, ligero, obligado, elegantón agradecimiento a los servicios prestados. Y no se trata, no, de haber construido escuelas, inventado vacunas, rescatados vidas en alta mar, por supuesto. Se trata de haber servido lealmente a los supremos. ¿Hacen falta 200 afiliados más para ganar un congreso? Se consiguen en tres días 200 afiliados para alzarse con un congreso, aunque la mitad desaparezca de los papeles pocas semanas más tarde. ¿Es imprescindible quitar del medio ese dirigente y sustituirlo por quienes desean los supremos ahora mismo? Se monta una gestora en menos de lo que tarda en reverdecer un verode bajo la posma de la madrugada. ¿Es, creéme, imprescindible conseguir un contrato -al menos de seis meses- para convencer a un compañero del todo? Pues el contrato aparece milagrosamente solo a falta de la rúbrica como argumento definitivo, compañero del alma, tan temprano.

Y unas primarias, obviamente, son el mejor terreno para forjar una mutua confianza, ah, las primarias, el embeleco para simular perfectamente una democracia interna que debe controlarse, por supuesto, porque una cosa es la libertad del líder y otro el libertinaje del militante. El mejor método de control es la indiferencia de la mayoría. Que se queden en casa. Particularmente debe convencerse a los más críticos que no hay nada que hacer, excepto no hacer nada. Y apostar siempre por Ferraz, cuna de la fenomenología del espíritu de la victoria universal. Puede que tu candidato, en fin, pierda en tu isla, pero lo importante es que gane en tu predio ampliamente. Darlo todo por él. Tomar cafés, llamar por teléfono las 24 horas del día, recordar los favores hechos, prometer si es necesario otros inmediatos, multiplicar las visitas, acudir a las lágrimas supuestamente sinceras o a la amenaza supuestamente irónica, esparcir basuritas y malevolencias. Al final eres un pedacito del triunfo del ganador. Un fragmento de la historia de la victoria. Un hilo serpenteante en el entramado de la púrpura. Alguien a quien no pueden ni deben olvidar.

Y mejor aún si la fortuna te coloca en una tesitura en la que se brama contra un expresidente que se va y se aplaude a un dirigente conservador al que empujan. Mucho mejor: así, como ha ocurrido siempre, se pasa como una sombra ignota y poderosa hacia el Olimpo. Nadie pregunta nada. Nadie recuerda nada. Ni los enemigos íntimos de dentro ni los que en un pasado aún reciente, desde otra siglas, podían describirlo, sin duda exageradamente, como una abominación democrática. Ahora no lo hacen porque sus posaderas se han independizado de sus cerebros. Es una vida perfecta que llega ahora a su broche de oro. Sin una caída, sin una crítica, sin una furtiva lágrima, sin un simple reproche, habitando como un artista anónimo en la ardiente oscuridad, pero sin quemarse jamás. El éxito de un ganador que nadie sabe que ha ganado y simultáneamente lo sabe todo el mundo. Dan ganas de ponerse un sombrero solo para quitárselo en su presencia ausente y murmurar: "Felicidades, señoría".