Me imagino que el amor verdadero entre dos personas es una lazo tan fuerte que no hay manera de romperlo y su nudo tan sólido como el cariño y el respeto que se profesan entre ellas. Solo así se entiende que los días en el calendario transcurran como las hojas de un árbol perenne, verdes y llenas de pequeñas esperanzas, sin sucumbir a las ráfagas del viento ni a la fría lluvia. Y mientras pasan los años, con la aparición de las primeras canas, que te advierten que ya no eres tan joven como ayer, y las primeras arrugas, que te hacen más sabio por todas las experiencias que has acumulado, siempre recordarás aquel primer momento en que esa persona tan especial se cruzó contigo, de manera inesperada, para compartir con ella el rumbo de tu vida.

El domingo anterior, un buen amigo se despidió de su mujer de una manera tan loable y sincera que el público que se congregaba en la iglesia donde se oficiaba el funeral se puso en pie y aplaudió emocionado. Nunca antes había visto un gesto de tal calibre y menos aún de alguien que estaba pasando por una circunstancia tan difícil como esa, en la que necesita el apoyo de sus amigos y familiares más cercanos.

Fue él quien nos brindó su calor en medio de aquella coyuntura. Nos recomendó que aprovechásemos cada segundo como si fuese el último porque nada ni nadie pueden detener el tiempo y es un error evocar instantes perdidos cuando tuvimos la oportunidad de ser los protagonistas de nuestras propias historias.

La canción de amor que le escribió hace veintitrés años, en la cual le decía que quería recorrer junto a ella cada tramo del camino de la vida, se convirtió también su último adiós, mientras se aferraba a sus creencias religiosas como el capitán de un barco que se dirige inexorablemente contra los acantilados de la costa.

Esa actitud nos atravesó el corazón. Su lección de humildad fue su urgente necesidad de contarle una vez más que estuvo a su lado continuamente y que nunca la abandonó; que ese camino está lleno de piedras y trampas, de las cuales a veces no podemos escapar, por más que lo intentemos, pero que nunca soltaremos la mano de quien tanto nos ha aportado y en la que en todo momento hemos creído. Todo lo demás queda relativizado porque no tiene sentido; vivimos y morimos cargando el lastre de la necesidad de abarcar la mayor cantidad posible de bienes materiales, mientras dejamos que ese mismo tiempo se apodere de nosotros con aspectos nimios, sin centrarnos en lo que verdaderamente importa.

Allí, al fondo de aquella iglesia, volví a recordar los días de estudiante que compartimos juntos en el instituto, cuando queríamos comernos el mundo y las preocupaciones no iban más a allá de aprobar los exámenes de turno. Todo estaba por descubrir y no teníamos planes de futuro, ajenos a lo que significaba la madurez. Y aunque cada uno siguió trayectorias distintas, algo de nosotros quedó siempre ligado a esa etapa, en la que conocí a esas dos personas por separado antes de que ellas lo hicieran entre sí años después.

Ahora, bajo el manto de aquel recuerdo, pienso en el silencio que ya habita en el que fue su hogar. La marcha de un ser querido conlleva que ya no escuchemos su voz y eso convierte en extraño e indeseable lo que antes era un espacio que reconfortaba. A veces, mi amigo odiará determinados días en aquel calendario, pero también le ayudarán a continuar sonriendo porque se dará cuenta que supo aprovechar la ocasión que se le presentó para disfrutar de su particular felicidad. Y la encontró, sin aspirar a grandes pretensiones y sin renunciar a ser cómo siempre ha sido. Ella se fue. Su dolor era tan fuerte que era necesario que partiese desde los Puertos Grises. Lo hizo en silencio, cogida de la mano de quien hace veintitrés años le entregó mucho más que su amor y una fidelidad sin fisuras.