Lo que le ocurría a Arturo Fernández es que había pasado hambre. Y había visto pasarla a su familia. Hambre: tener durante meses dos papas para cenar para tres personas, papas hervidas en agua, porque tampoco disponían en su hogar -el hogar de un obrero que había sido represaliado por el nuevo régimen franquista- ni de una gota de aceite. El hambre es perversa: te impulsa a salir adelante pase lo que pase, pero se te queda bajo la piel durante toda la vida. Recuerdo a un isleño que pasó un hambre atroz en la posguerra, hambre, tisis y pelagra, y emigró a Venezuela y se convirtió en millonario, pero no podía dormir si no tenía la enorme nevera llena. No bastaba con que en el vientre del frigorífico estuvieran depositadas chuletas, huevos, verduras, pollos, cervezas, postres. No, tenía que estar atiborrado, y si no se lo parecía salía a la calle, a cualquier hora del día o de noche, para comprar comida.

Arturo Fernández desarrolló una larga carrera en cine, teatro y televisión haciendo casi todo, y casi siempre bien, pero en los años setenta -ya cuarentón- se convirtió en galán. Por supuesto que antes había protagonizado películas y comedias como guapo, pero su personaje -el galancete engreído pero simpático, ligeramente desaprensivo y siempre bien parado- lo construyó entonces, entre el tardofranquismo y la movida, y eso le llevó al éxito, un éxito que significaba la entrega incondicional de un público de clases medias y comedias burguesas muy digeribles pero el desprecio infinito del cine español que comenzaba entonces. Probablemente se limitó a pagar el desdén con el desdén y dedicarse a su público, y ganó así muchísimo dinero. En ese desdén no habitaba el resentimiento. Cuando le ofrecieron algo desde el exterior de la alta comedia se lo tomó muy en serio, y así trabajó con Albert Boadella en Ensayando a Don Juan o coprotagonizó esa pequeña joya que es Truhanes, de Miguel Hermoso, donde puede observarse que uno de los mejores actores españoles contemporáneos, Paco Rabal, no ensombrece en ningún momento su interpretación.

Muchos han insistido ahora en que Arturo Fernández -que murió trabajando a los noventa años por puro amor al oficio- debió haber sido tratado con más atención a su talento y más generosidad por el cine español de los últimos cuarenta años. Es posible, pero tampoco en el cine español han abundado los directores con capacidad de riesgo en los casting y versatilidad en los guiones; si no fuera así, no tendríamos a Antonio Resines y similares hasta en la sopa. No solo ha sido un desencuentro: también una carencia. Si casi no ha existido Fernández en el cine español más reciente es porque tampoco ha existido un Ettore Scola capaz de ofrecer un formato de comedia distinto y que agrupara actores, registros, conflictos y preocupaciones más plurales y menos satisfechas de sí mismas. Por la instantánea fugacidad del teatro, para el público futuro, curiosamente, Arturo Fernández no será el galán otoñal de chatines y chatinas, sino un actor solvente, sólido y extremadamente profesional que, extrañamente, no hizo una sola película en los últimos 25 años de su vida, pero al que millones de personas incorporaron a su gusto, a su imaginación y, en definitiva, a la memoria sentimental de su vida cotidiana.