Hacia las dos de la tarde, en las inmediaciones de la sede del Parlamento de Canarias, en la calle Teobaldo Power, las evidencias de una jornada histórica se sustanciaban en los abarrotados restaurantes de los alrededores, en los vapores de los entrecots y las gambas al ajillo y en la suave, ondulante marea de faldas y corbatas nuevas que se habían perdido o no habían reservado mesa. Cuando va a producirse un cambio histórico siempre hay que reservar mesa. En la toma de la Bastilla, por ejemplo, no había donde sentarse. El minúsculo cogollo peatonal de Santa Cruz de Tenerife adquirió un aire festivo de fin de semana anticipado en la que participaban todos, pero especialmente los socialistas, que hablaban de los 26 años de Coalición Canaria al frente del Gobierno como de una incomprensible epidemia de peste bubónica, felizmente superada para siempre. Han pactado con los coalicioneros en la comunidad autónoma, los cabildos y ayuntamientos como posesos durante un cuarto de siglo, pero de primero póngame usted un poco de pastel de cabracho y unas almejas. Canarias, soltó un diputado al entrar en un restaurante oriental, como para abrir boca, era socialista. Fue una expresión que causó fortuna ayer sobre las cartas de vinos, no en el salón de plenos. El nuevo presidente, Ángel Víctor Torres, tuvo como máxima preocupación retórica en su discurso de investidura dejar muy claro que era progresista y en consecuencia siente en las entrañas un desusado interés por la gente. El discurso de Torres, por supuesto, era plano, inconcreto y palabrero, pero es que no podía ser de otra manera: un conjunto de obviedades bien intencionadas hasta que le coja el tranquillo a la Presidencia, observe mínimamente el tamaño de las demandas de sus socios de gobierno y consiga columbrar los presupuestos generales que podrá cerrar para el próximo año. Transcribir las supuestas conversaciones entre el presidente Torres y Román Rodríguez sobre reforma fiscal sería un ejercicio melancólico, porque con toda seguridad tales conversaciones -salvo aspectos más gestuales que conceptuales- apenas se han desarrollado. A algunos exquisitos les espeluznaría conocer la liviandad programática del futuro gabinete, pero probablemente sea inevitable. Jamás una coalición de gobierno -y menos entre cuatro partidos- ha cerrado un programa de acción política viable y preciso, argumentado y coherente. El futuro equipo gubernamental será la suma (presumiblemente) ordenada de sus partes, no un todo operativo. Y Torres intentará rentabilizar los hipotéticos logros de sus consejeros mientras Rodríguez les cantará las mañanitas a cada cámara y cada micrófono que encuentre, convoque o seduzca, y Noemí Santana, tal y como ha anunciado, se dedicará a levitar por las calles más para evitar los espíritus malignos que anidan en las moquetas. Curbelo estará trabajando y trabajándoselo.

A falta de precisiones -y con proyectos como la renta ciudadana o la ecotasa turística, que pueden tardar años en materializarse legal o reglamentariamente- Torres recordó a su abuelo, represaliado por el franquismo, siguiendo la escuela de Rodríguez Zapatero, que recordó también al suyo en otro instante sumamente histórico. Es curioso comparar el discurso del nuevo presidente con el de Jerónimo Saavedra en 1983, cuyo reformismo socialdemócrata no estaba en una obsesiva identificación ideológica -recordando Torres una guerra acabada hace 70 años por encima de 40 años de democracia parlamentaria-, sino en sus propuestas. Al final la historicidad era tan densa que, sinceramente, asfixiaba un poco, como en una pegajosa sauna de autosatisfacción moral. En la calle esperaba un sol veraniego como máxima prueba de que ya no iba a amanecer.