Santa Cruz siempre ha sido una ciudad que espera tras un mostrador a que pase algo que la soliviante o la divierta, que la despierte. Eso dice, más o menos, uno de sus más ilustres visitantes, Alexander Humboldt, que al albor del siglo XIX desembarcó para ver el Teide y pasó unas horas mirando el Atlántico desde lo que ahora es el bar Atlántico.

Los siglos no son nada para una ciudad como esta, pues desde que pasó Humboldt y dijo lo que dijo acerca de los tenderos y la lentitud de la ciudad parece que Santa Cruz no sólo está en el mismo sitio, cosa que es de lo más natural, sino que sus propias gentes, sus tiendas, sus andares, no se han movido realmente sino que están esperando a que pase algo.

Pasará, sin duda, pero todavía parece que no pasa. Pensé estas cosas estos días atrás, cuando se estaba moviendo todo el mundo, en el ámbito político al menos, y en el hotel más importante de la ciudad, a mediodía, había tres o cuatro personas en el momento más álgido del día hablando quedo como si estuviéramos en un balneario. Poco antes, en los antiguos bares de la avenida de Anaga, a mi lado se sentó una mujer mayor y me dirigió la palabra para proclamar la razón por la que se había sentido impelida a hacerme compañía: no tengo con quien hablar, me dijo. La avenida estaba solitaria y la señora estaba solitaria como yo.

Ese mismo día, por la mañana, leí en este periódico, como siempre hago, el artículo diario de Alfonso González Jerez, que iba de lo mismo que me estaba pasando, o que yo mismo estaba sintiendo. En ese artículo, que tenía un pretexto político, la vida cotidiana de los pactos, era también sobre la madrugada silente en Santa Cruz, que tras Anaga se esconde. Decía este excelente prosista de la vida cotidiana que Santa Cruz sestea a esas horas y sestea siempre, entretenida en "el bochornoso placer de nunca hacer nada". Harían mal los santacruceros narcisistas, que son legión, como los isleños narcisistas y como los españoles narcisistas y así sucesivamente, en desoír a tan estupendo escritor, pues sus artículos supuestamente críticos son en realidad un abrazo a esta ciudad a la que él le regala una mirada que también fue de Paco Pimentel o de Alfonso García-Ramos.

Santa Cruz tiene una tendencia, la descrita por Humboldt, a esperar detrás de un mostrador a que pase la vida y no a hacer la vida. A qu e pase la vida para saludarla. Así que sestea mientras "llovizna, sopla un viento desmayado, corren los transeúntes" y así aunque haga sol, se pare el viento y el día amanezca con olor a mar o a refinería.

El artículo de González Jerez, cuya lírica aquí se toma a veces como si fuera ricino, y ese es un error habitual entre los que quieren escuchar odas en lugar de escuchar y punto, giraba en torno al muy abundante y chistoso vodevil de los pactos. Sordamente, esa actualidad se colaba en los periódicos y servía de chascarrillo o debate casual en las conversaciones de los bares o de las tertulias, pero la ciudad, indiferente o cobarde como aquella de Gerardo Diego, seguía con su ritmo de frenesí perfectamente descriptible tras el amanecer demorado que ese día el columnista de El Día describía con una melancolía que parece arrancada del arroró de nuestros himnos.

Ese Santa Cruz que el ahora ya no tan joven González Jerez describe para sus lectores de cada día (y que cada día le leen referencias así en sus artículos) no difiere de la que veíamos desde los bares antiguos los cronistas que nos sumamos, tímidamente, a aquellos maestros que ya quedan señalados. Hace unos días me estuve fijando en una casa carcomida como por un fuego lento en la calle de Santa Rosalía. Envejecida como de súbito, esa casa me pareció de pronto una expresión cabal del barrio echado a dormir y a envejecer. Cuando apareció el artículo que nombro, De madrugada, sentí que en realidad Alfonso González Jerez estaba hablando precisamente de las puertas ahora sin tiempo de esa casa deshabitada.