El periodista y escritor Juan Cruz Ruiz describe a Dolores Campos-Herrero como una persona excepcional en Canarias, pero que entiende «lo hubiera sido igual fuera», y lo afirma con total convencimiento; «ella era una habitante de una tierra genial carcomida por la envidia y el desdén. Y ella era excepcional en ese clima». Sostiene, además, que se trata de una escritora formidable, que casi no habló de su literatura. «Tampoco se comparó con nadie, practicó la elegancia solitaria de la esperanza: la esperanza de que los otros fueron buenos e incluso mejores, y les dio entrada en sus informativos, en sus entrevistas, en sus presentaciones». La considera excepcional; tan buena que no se la podía llamar sino, como a Camus, justa. Era una mujer justa, y no presumía ni de justa ni de mujer. Era sencilla como las flores pobres, y grandiosa como la orilla del mar». A manera de epílogo, Juan Cruz sentencia: «Cuánta falta nos hace en este sol ahora sombrío de las islas».

La especialista en su obra e investigadora de las letras, Carmen Márquez-Montes, descubre de su personalidad el de una «ávida lectora, perspicaz escritora y curiosa mujer», que aborda «senderos antes apenas transitados» y busca «un cómplice en el lector»: una creadora «brillante y lúcida».

En Basora, uno de sus libros de cuentos, describe «los primeros días, la inquietud, unida al calor» en aquel alejado y exótico país, un clima que «parecía haber cortado de golpe mi apetito». De ahí que la protagonista de esta historia se contentara con llenarse «la boca de dátiles, dátiles morenos, dátiles sabrosos y grandes que se deshacían, dulzones». Y cuandlo empezaba a caer la noche, notaba «el vacío evidente de mi estómago. Un hambre voraz me devolvía a la realidad».

En este relato aparece el alcohol, la botella de aguardiente que un tal Henry llevaba en la mano, una invitación a beber: «El aguardiente me abrasó, lloré involuntariamente rápidas lágrimas de abstemia y me estremeció lo amargo», reconoce ella.

Más adelante, víctima de la fiebre, se decide por abrir «algunas latas de provisiones que llevaba encima y bebí el líquido dulzón de los melocotones en almíbar, el aceite espeso de las sardinas prensadas; mastiqué carne hasta sentir arcadas», escribe.

En otro de los cuentos, titulado En el café viejo, se dibuja un lugar en el que «no hay suficiente luz» y cómo junto a la barra existe «una pared repleta de licores». En aquel viejo local, «las mesas son redondas, mitad de mármol y mitad de hierro y las sillas, incómodas y desgastadas».

El ambiente de Bar City tiene algo de plano cinematográfico:

–Camarero. Otra, por favor

–¿Era Martini seco con vodka y sin agitar?

–Exacto.

El barman estaba de espaldas, abría con profesionalidad botellas y un chorrito de líquido coloreado chocaba contra las piedras de hielo en el fondo del vaso.

–Es la combinación que bebe James Bond, dijo.

El hombre estaba borracho, bebió un sorbo largo y comenzó a sentir el estómago anudado.

–Oiga, póngame la última.

–Ya lleva siete.

En ese momento sacó la billetera y le espetó al camarero:

 – Póngame la octava.

Esa última se la bebió de un trago y ni siquiera percibió el sabor, lo amargo y cálido, el calor de la bebida en la garganta.

–Me han echado del trabajo.

Un final demoledor, descorazonador pero sencillamente cierto.

«La última se la bebió de un trago y ni siquiera percibió el sabor»; lo habían echado del trabajo

En otra de sus entregas, Alejandra me mira, una mujer se prepara «un jerez en la cocina» y a continuación sale al salón; el consumo de la bebida es el epílogo de una búsqueda que la lleva hasta la calle, a dirigirse a «uno de esos bares de suelo de madera en los que lo viejo no es más que un gusto ridículo por la nostalgia».

En un letrero de aquel bar figura la palabra Lumumba: «Coñac y chocolate con hielo: una mezcla caprichosa que pido», se dice la mujer a sí misma.

Para lo que sirve el dinero retrata a Evelia, que la autora describe como una persona «de baja estatura y un poco oronda», antítesis de los cánones de la belleza y también del deseo, y para quien «masticar y masticar era el único extra que se permitía».

En Intocable, la protagonista de la historia, de nombre Ana, observa cómo su padre levanta «despacio la cabeza», mientras la cuchara queda en suspenso, y a su madre dispuesta «a servir la carne con puré».

A la manera de una elipsis, este libro de relatos se cierra con el que lleva por título Otra vez Basora, en el que la escritora descarga su amargura, la de un espacio que «olía a sudor, ginebra barata, a humo de tabaco»

Dolores Campos-Herrero, una mujer hecha de tinta

Ángel Sánchez destaca que fue una mujer «hecha de tinta». Nació en 1954 en Los Cristianos, Tenerife y con un año, su familia se trasladó a Gran Canaria y después a Lanzarote. Allí pasó su adolescencia hasta que puso rumbo a Madrid para estudiar Ciencias de la Información en la Universidad Complutense. En 1980 regresó para afincarse en Las Palmas de Gran Canaria, formando parte de la redacción del Canarias 7 a principios de los 80 y de ahí a RTVE, donde fue jefa de informativos. Mujer afable, inteligente e irónica; viajera empedernida, lectora voraz y de convicción progresista, enriqueció el panorama literario femenino en Canarias. Su primera obra poética publicada fue Chanel número cinco (1985), a la que siguieron Siete Lunas (2002), Otros domingos (2003) Noticias del paraíso (2005), Una vida imaginada (2007) y El libro de los naufragios (2009). Como narradora, Daiquiri y otros cuentos; Basora (1989), Fieras y ángeles, Un bestiario doméstico (2004), Veranos Mortales (2005), Santos y pecadores (2006), Eva, el Paraíso y otros territorios (2006), Ficciones mínimas (2007), Breverías (2008) y Finales felices (2008), además de títulos de literatura infantil y juvenil. Muere en 2007, tras años de lucha contra la enfermedad.