RECELA EL GUANCHE del conquistador y vigila desde los riscos de Anaga. A la playa llegan las lanchas del soldado de fortuna, de los mercenarios contratados por Castilla para someter al noble canario. Habla alto el invasor, como quien nunca ha albergado la duda. Musita el aborigen cariños a su perro, junto a él, callado, entrenado para la guerra. Agarra el guanche su añepa, nunca vencida, con la que cruza barrancos y esquiva los perfiles audaces de la isla. Avisa desde lo alto de la presencia del extraño cuando amanece sobre la cumbre bravía. Un tenue sol aparece en la altura. Vuela el cernícalo en pos de su presa y allá abajo aletea la gaviota, buscando un pez saltarín. El cuerpo musculoso del guerrero hace guiños a la historia para parecer tranquilo, cuando resulta que su pueblo ha sido amenazado por la codicia y el deseo expansionista de unos reyes lejanos. El adelantado ha reclutado a un ejército de convictos y mercenarios, trae pertrechos de guerra y deseos de sangre. No cejará hasta la conquista total y la exterminación de un pueblo noble que nunca ofendió a nadie, que pagó con su sangre la defensa de su tierra y de su familia, de su perro y de su rebaño. Enamorado del volcán, que era su dios, el guanche trasmitió su orgullo de generación en generación. Anaga responde al asesino con puestas de sol maravillosas y cumbres escarpadas llenas de vegetación. En sus umbrías descansan los guerreros guanches con la única protección de la piel de sus ovejas y las lanzas puntiagudas de aceviño. Esas serán sus armas contra los trabucos y las espingardas, contra las lanzas de hierro y las ballestas. Malherido va a quedar el hombre después de la batalla, pero conservará su dignidad intacta, jamás soltará su añepa, que le confiere autoridad sobre su tierra del alma. Las lágrimas de sus mujeres permanecen a través de los siglos y se tornan en fluidos barrancos de lluvia y de lava. Canarias, una palabra hermosa, honrada por sus guerreros del pasado. Y el guanche, erguido y orgulloso, sentado en sus tagorores o apostado a la entrada de sus cuevas, rodeado de sus bellas mujeres y de su grey infantil. El cuadro es la realidad; más tarde llegó la sangre. Pero la sangre no es el final.