Para subir al campanario de la iglesia de la Concepción había que tener una edad determinada, prácticamente desde los once años se podía acceder a repicar las campanas sentado en aquellas barandas casi sobre el vacío, para anunciar la misa mayor o acompañar con su repique a las procesiones.

Habían verdaderos "repicadores " , donde cada uno tenía su estilo; lo primordial era sujetar el badajo de la campana grande, la que estaba ligada al reloj, y la otra de la izquierda, que, cogidas con fuerza con las cuerdas enrolladas en la muñeca, se era capaz de que el repiqueteo fuera un alarde de perfecta maestría.

En el reducido espacio del campanario, donde se agolpaban no más de seis, se encontraban los que más sabían y otros que esperaban su oportunidad y que, de momento, lo que se le facilitaba cuando el que repicaba tenía cierto cansancio era darle la cuerda de la campana grande para aliviar el esfuerzo.

Llamaba la atención la potente maquinaria del reloj allí guardada, donada por el medico Quintero Magdaleno, tío de mi tío José el cura, que el relojero Antonio Pérez de vez en cuando tenía que subirse al campanario para, mediante un artefacto adecuado, hacer mover sus agujas para que pudiera seguir marcando los tiempos de Valverde.

El campanario soportó generaciones de chicos de la villa que se entusiasmaban en poder repicar cada cual con su estilo; a los de menor edad se les dejaba que tocaran al "tercio" o las misas tempranas, porque se hacía desde abajo, sin llegar hasta lo alto, con una larga cuerda que iba desde el campanario hasta el coro, lo que se hacía con una sola campana.

Repicar era toda una hazaña y daba cierto prestigio al que tenía más habilidad y destreza que otros que permanecían a la espera de tener su oportunidad, pero siempre haciendo cola en aquel escenario montado casi sobre el vacío, donde el vértigo no tenia presencia.

Las barandas del campanario, al menos en los años que uno recuerda, tenían un cierto balanceo, pero no nos producía temor alguno, y aun al piso de madera se le apreciaba algún que otro agujero que eludiabamos como si tal cosa. No se sentía miedo, ni temor alguno al estar en esa atalaya que era el campanario, y lo que verdaderamente se deseaba era que llegara el día de poder llegar "arriba" para demostrar valentía y cierto arrojo, con lo que se pretendía impresionar a más de uno.

El campanario, cinturón que rodea la torre de la iglesia guarda entre sus barandas anécdotas de la villa que, seguro, están en la memoria de muchos.