1.- Me resigno a pensar que hemos perdido la tranquilidad vamos a llamarla ambiental. Es decir, no quiero suponer que la Naturaleza leve de la que disfrutábamos nos haya abandonado de repente, entre deltas y volcanes poco amables. En tres años hemos vivido tormentas tropicales, riadas y un susto sísmico como el del viernes/tarde, que causó cierta alarma en los habitantes de esta isla y parece que de alguna otra. ¿Saben?, pesa mucho en los ánimos de la gente la tormenta de principios de semana y, sobre todo, lo ocurrido en Haití. Yo he vivido dos o tres terremotos, el más grave en Sevilla, en mi época de estudiante. Aquel fue mucho más gordo y, además, vivía , que tenía prohibidos los movimientos sísmicos. Acabó en la calle aquella recordada jauría de gamberros que habitábamos el colegio mayor Fernando El Santo, cerca de la avenida de La Palmera; a un tiro de piedra del Puesto de los Monos y a dos centenares de metros del bar más cochino de Andalucía, que entonces se llamaba kiosco Oliva. Nosotros lo habíamos rebautizado como "El coño de la Bernarda", nombre que, para abreviar, se quedó en "El coño". Preguntaba alguien por un miembro de aquella exquisita corporación y Diego, el portero de noche, ex guardia civil, respondía: "Don Andrés -eran respetuosos los conserjes entonces, incluso con los estudiantes, y más con los de medicina, como era mi caso- está en el coño". Y se quedaba tan fresco, ante el estupor del otro.

2.- Oíamos música en la radio y empezó a temblar todo, de madrugada. El locutor de aquel programa, que sabía de la prohibición telúrica, enmudeció. Puso al cabo una música como de guerra. Yo creo que escuchábamos entonces Radio Vida. Hasta que no le llegó la nota del Gobierno Civil -era gobernador JoséUtreraMolina, si no me equivoco mucho- aquel solitario hombre de la noche no hizo alusión al meneo que habíamos vivido todos, con espanto. Cuando por fin autorizó a dar la noticia, media Sevilla estaba en la calle y hasta el kiosco Oliva, es decir, El Coño, animado don Manuel, el dueño, por las expectativas, abrió sus ventanas para que pudiéramos beber Cruz Campo y comer manises hasta el amanecer y, ya con las primeras claras, tomarnos un café Catunambú, bien caliente. Se bailaban sevillanas en la calle mientras veíamos cómo se desalojaban los edificios de la avenida Reina Mercedes; y los chicos sacaban sus bicicletas; y los taxistas aparcaban en el centro de la vía, por si las moscas. Aquello, en vez de un terremoto, fue una fiesta. Me parece que hubo algunos muertos, pero también estaba prohibido morirse sísmicamente, porque realmente los movimientos telúricos, como queda dicho, no existían. Así que hasta que Utrera Molina, que fue luego ministro de Trabajo, no autorizó a la gente a morirse, pues todo el mundo se mantuvo vivo. Vivo, pero en la calle.

3.- Lo del otro día fue otro susto más, Mi hija Cristina me llamó porque empezó a temblar la mesa del comedor. Se me ocurrió decirle que mirara para el mar -vive en la avenida de Anaga-, a ver si notaba algo raro. Yo, más que nada, por el riesgo de maremoto. Me dijo: "Está como un plato". Y eso me preocupó todavía más. Menos mal que la cosa quedó, supongo, en esos volcanes submarinos que quieren salir, aprovechando que ya no está y no se prohíben los sismos así como así. Pero vaya semanita la que acaba de terminar. Es como si estuviéramos viviendo una historia interminable, como el agitado sueño de unas islas plácidas que quieren seguir tranquilas y no atormentadas por la Naturaleza. Pero ahora habitamos sobre los volcanes submarinos que también tienen derecho a la vida. A ver qué dicen los expertos y a ver cómo se alimenta ahora el sector catastrofista de las islas, que también existe.

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